Por Claudia Pérez Atamoros
Donde se juega a ser buchona mientras, en la misma zona, se rifan mansiones decomisadas. Donde el pensamiento crítico fue hallado sin vida, cubierto de glitter.
“Este año no cumplo años… ¡cumplo PODER!”
Así arranca la invitación a una fiesta privada en uno de los fraccionamientos más exclusivos del sur de la capirucha mexicana. El evento promete música, selfies, copas servidas y, sobre todo, un desfile de mujeres que, por un día, jugarán a ser lo que —supongo— no son ni podrán ser jamás. Porque, oiga usted, para aspirar a ser buchona sabrosona, se necesita juventud. Y esa, ya voló. Lo más que pueden lograr es convertirse en caricaturas de sí mismas.
En Jardines del Pedregal no solo florecen bugambilias importadas. También germina la contradicción, el cinismo y esa forma muy mexicana de maquillarle el rostro al crimen hasta que parezca empoderamiento.
Donde el disfraz no encubre: delata. Se ve como una botarga.
Porque fue ahí —en esa cuna de la aristocracia mexicana donde los guardaespaldas se estacionan como si fueran macetas— donde se organizó la fiesta temática buchona glam para celebrar el cumpleaños de una señora bien que quiso, por una tarde, jugar a ser lo que nunca ha tenido que ser (¿o sí?): una mujer construida por bisturí, adicción al lujo y un amor retorcido por la violencia disfrazada de estatus.
“Saca tu bolso de marca (aunque sea del tianguis —o clon, digo yo—), tus labios más rojos, tus uñas más largas… porque por un día vamos a ser todas buchonas de alto calibre”, decía la invitación. Buchonas de alto calibre. Subrayo.
Y ahí comienza el verdadero tema. Porque esta no fue solo una fiesta más: fue un síntoma. Una representación kitsch y colorida de un fenómeno más profundo: la romantización de la buchona como símbolo aspiracional de poder femenino. Una distorsión que merece análisis, no solo memes.
Lo que no decía esa invitación es que, en ese mismo vecindario, vivió Caro Quintero; fue detenido el líder de Los Rodolfos; y que en 2022 se rifó la mansión del mismísimo Señor de los Cielos. Que en esa exclusiva zona han sido asesinados políticos y empresarios por sus propios socios, amantes o jefes. Porque la infamia no distingue: habita en Iztapalapa y en Tlalpan, en Guanajuato y en Sinaloa, en las clases que tienen lo justo y en las que lo tienen todo… aunque no sepan de dónde vino.
La fiesta pedía uñas como garras, push-ups como armaduras, pestañas que daban sombra propia y labios inflados como presupuesto militar. Pero sobre todo exigía actitud: buchona nivel diosa.
Como si fueran las protagonistas del libro Las señoras del narco: amar en el infierno, de Anabel Hernández.
El poder de la palabra también existe cuando se ignora su verdadero significado. En la fantasía glamorosa, la buchona es empoderada, valiente, millonaria. En realidad, es producto de la violencia, el machismo y el narco-capitalismo con glitter.
El término “buchona” nació como apodo para mujeres vinculadas afectiva o económicamente con figuras del narco, sobre todo en el norte del país. Es un personaje que mezcla hipersexualización, consumo ostentoso, estética maximalista y jerarquía de género. Fajas, implantes, tacones, bolsas de marca (auténticas), y una mirada codiciosa al lujo, aunque venga en billetes manchados con sangre.
Se convirtió en ícono en La Reina del Sur, en corridos tumbados, en Instagram. Las influencers del buchonerismo promueven el “merezco todo”, el “así soy y qué” y el “si no es con dinero, ni me hables”.
Pero detrás de esa narrativa de brillo hay otra, más opaca: violencia, sumisión, cosificación y, muchas veces, muerte. Las buchonas reales viven sujetas a un sistema profundamente patriarcal, donde la autonomía es una ilusión envuelta en Chanel —de Neza o de París, da igual.
Lo ridículo no es el vestido. Es no ver lo que simboliza.
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