Por Claudia Pérez Atamoros

No fue delito, tampoco un sofoco hormonal pero sí un bochorno monumental. Con una muy evidente y vital discapacidad: la de la independencia cívica. ¿Acaso no hubo tiempo para aleccionarlo en casa, utilizar la plataforma del INE de “practica tu voto” y no humillarlo ante la vista -aquí sí de millones? ¡Bájale dos rayitas!
Este 1 de junio de 2025 México celebró otro episodio glorioso de su democracia pinacatera (véase pinacate). Mientras algunos milloncetes votamos por los perfiles judiciales con menos fama que un boxeador del bajo puente de Culhuacán, circuló una imagen que ni el INE, ni la Rosa de Guadalupe podrían haber imaginado, una escena única que representa nuestra tragicomedia nacional: el debut electoral del hijo menor del ex presidente —en funciones, al parecer—, Jesús Ernesto López Gutiérrez.
Y no, no llegó solo, tampoco por convicción ciudadana, ni con dudas filosóficas sobre el Poder Judicial. Llegó acarreado… pero no por un boing o por una torta de jamón: sino de la mano de su mami, sin acordeón y quizá de una chancla no tan imaginaria. Y eso, lectores, es una categoría especial: acarreo de alta cuna con supervisión académica y chofer de lujo.
La escena es para la antología de lo patético: el escuincle, ciudadano, de 18 años, sentado frente a la boleta (con cara de ¿what?), como quien se enfrenta al examen final de civismo de opción múltiple y sin tener idea de lo que aquello significa.
Se llevó su mano izquierda a la cien y pensó —¿Y ahora quién podrá defenderme?
Su nombre, se dijo, “es mi madre”. Y que conste que de seguro ni la canción de la Kalafe conoce.
La boleta electoral —ese examen que debería reflejar autonomía, responsabilidad y juicio— terminó siendo una tarea en equipo, con pareja materna de por medio, la doctora Beatriz Gutiérrez Müller, erguida, vigilante, susurrante, lista para indicar dónde y cómo poner el numerito…
—En esa cabina no se votó libremente: sintió la respiración en su nuca y obedeció.
Este acto no fue delito porque a todas luces evidenció discapacidad cívica de Chuchín, pero sí fue un espectáculo penoso de sobreprotección. Un monumento al maternalismo que forma adultos sin herramientas, sin juicio, y sin capacidad de llenar una maldita papeleta sin tutor.
La escena nos recordó a todos ese primer día de escuela, cuando los niños no quieren soltarse del brazo de mamá. Pero aquí el niño tiene 18 años, es ya —o debiera— un ciudadano en pleno uso de sus derechos, y no iba al kínder: iba a decidir sobre el sistema de justicia del país. El acabose… Aunque claro, en su mundo, las opciones múltiples siempre tienen la misma respuesta:
—“La que diga mamá”... o papi.
Mientras millones fuimos a votar solos, con dudas, señalados o con miedo incluso a equivocarnos, Jesús Ernesto votó como quien hace examen oral cosido a la la falda de mamá.
Y al final, mirándola con ternura, uno jura que murmuró:
—“¿Lo hice bien, mami?”
No es delito.
Pero es un síntoma.
Síntoma de una nación donde la democracia aún no corta el cordón umbilical.
¿No podía esperar afuera? ¿No podía confiar en que el joven adulto (adulto, según su CURP) pudiera votar solito, como el resto de los mortales?
Fue una lección. Un símbolo de lo que ocurre cuando el poder no conoce límites ni protocolos. Cuando se confunde la urna con la sala de la casa y la democracia con una actividad en familia, como jugar Adivina Quién.
Imaginen por un momento a cualquier otra madre mexicana parada detrás de su hijo de 18 años en la casilla diciendo: “mi amor, ¿ya lo llenaste?, ¿sí sabes qué magistrado te tocó?” La fila entera se le viene encima. Pero como esta madre es Gutiérrez Müller y este hijo es López Gutiérrez, la escena se convirtió en momento Kodak de la Cuarta Transformación.
Y el escuincle, de 18 años, ciudadano ya, votó.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

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