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Por Danielle Blejer

A mi papá le gustaba contar una anécdota que había leído en las memorias de Harry Hopkins, quien fue asesor de Franklin D. Roosevelt desde la creación del New Deal, hasta finales de la Segunda Guerra Mundial. Según la anécdota, el presidente necesitaba con urgencia un economista para su gabinete. Tras entrevistar a una de las mentes más brillantes para ocupar el puesto, el presidente le dijo a Hopkins: 

–No me gusta ese hombre. 

–Pero si está altamente calificado, es por mucho el mejor candidato –argumentó Hopkins.

–Puede ser, pero no me gusta su cara.

–Él no tiene la culpa de su cara, a lo mejor los padres eran muy feos.

–Te equivocas, después de los cuarenta años cada quien es responsable de su propia cara.

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