Por Georgina de la Fuente

Con menos de 150 días en el poder, la administración de Trump ya libra una batalla narrativa en contra de los tribunales y quienes se encargan de administrar justicia. En este corto periodo de tiempo, Donald Trump ha sido sujeto de más de 300 demandas y los tribunales han emitido más de 200 órdenes para detener acciones de su administración en 128 casos, según un monitoreo de Bloomberg. Conforme al seguimiento de estos litigios, los tribunales han detenido sus políticas con mucha más frecuencia de lo que se han permitido.
Entre los casos más sonados se encuentra el de Kilmar Ábrego García, quien fue deportado por un “error administrativo” y enviado a una prisión salvadoreña. A pesar de que los tribunales han ordenado que se facilite su regreso a suelo estadounidense, la administración ha incumplido con dicha orden y requerimientos subsecuentes, señalando argumentos diplomáticos e inelegibilidad para su retorno por una presunta afiliación a la MS-13.
Más recientemente, un tribunal en materia de comercio internacional dio un revés a uno de los pilares de la agenda económica de Trump: su política arancelaria. Conforme a la resolución judicial, el presidente había excedido su autoridad con la imposición de aranceles y ordenó su bloqueo inmediato. Esta decisión fue revertida al día siguiente por un tribunal de apelación.
Esta y otras determinaciones, como el bloqueo a su orden ejecutiva para desmantelar el Departamento de Educación, han provocado una subida de tono en el discurso oficial en contra de personas juzgadoras. En más de una ocasión, Trump les ha acusado de constituir obstáculos ilegítimos a la seguridad y a la democracia. Pero pareciera que la discusión va mucho más allá que un ejercicio de retórica y discurso político.
En una entrevista reciente con The New York Times, el vicepresidente, JD Vance, sorprendió a más de uno compartiendo el razonamiento detrás de este discurso. Conforme lo expuso, los tribunales deben ser deferentes a decisiones políticas tomadas por el presidente, que fue electo por el pueblo. Asimismo, propuso una reflexión más amplia sobre la contraposición de dos principios fundamentales: por un lado, la facultad de los tribunales para interpretar la ley y, por el otro, el principio democrático conforme al cual el pueblo elige cómo desea ser gobernado.
De este modo, la administración construye una narrativa en torno a supuestos esfuerzos de los tribunales para revertir la voluntad del pueblo expresada en las urnas. En la visión de Vance, no se puede tener un país en el que el pueblo expresa en las urnas una preferencia por mayores controles migratorios, al tiempo que los tribunales le responden que no pueden obtener aquello por lo cual votó.
El desarrollo de estos sucesos no puede más que provocarnos un déjà vu de este lado de la frontera. A días de transcurrida la jornada electoral que materializó la reforma más disruptiva para la organización del Estado, aún no terminamos de aquilatar el impacto de lo que empezó como un simple discurso anti-jueces en nuestro país. Ministros y ministras de la Suprema Corte de Justicia de la Nación fueron tachados de traidores y corruptos por declarar la inconstitucionalidad de diversas reformas en materia electoral, energética y de seguridad, impulsadas por Andrés Manuel López Obrador. De manera reiterada en sus conferencias matutinas, el expresidente señalaba e incluso exhibía listas de personas juzgadoras que supuestamente favorecían a delincuentes con liberaciones o amparos. Así, justificó una reforma impulsada por revancha, que no hace absolutamente nada para mejorar el acceso a la justicia y mucho menos para “democratizar” el Poder Judicial. Incluso el pasado mes de mayo, el secretario García Harfuch señaló a jueces por resoluciones que presuntamente generaron la liberación de más de 100 delincuentes.
En repetidas ocasiones ha insistido la presidenta Sheinbaum e integrantes del oficialismo que el pueblo eligió esta reforma en las urnas en 2024. Ya sea por intención de engañar, por anotarse victorias políticas, por convicción o por una combinación de todas ellas, se promueve una visión de democracia sumamente peligrosa —aquí y en otras latitudes— que sostiene como democrático cualquier acto emanado de una persona electa en las urnas, despreciando valores y principios indispensables para un ejercicio democrático del poder. Se trata de una visión que privilegia los excesos a manos de pocos en el nombre de muchos. Es una visión que busca eliminar controles a los poderosos por el simple hecho de haber sido electos por una mayoría.
Mientras atestiguamos otro cambio de orden global y una tendencia contundente de retrocesos democráticos en el mundo, preocupa que esta narrativa que desdeña los controles y la institucionalidad no sea solo una moda, sino un cambio fundamental en la concepción de democracia que se promueve y que se busca consolidar en diversas latitudes. Tenemos mucho trabajo por delante para intentar revertir esta tendencia.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

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