Por Ivabelle Arroyo

No sabía exactamente qué iba a encontrarme en esta jornada electoral que nunca debió ocurrir. Pero no imaginé lo que vi en las 12 casillas que visité este domingo. Sí —fui a doce. En todas —sin importar si estaban en zonas populares o de clase media— apareció el mismo fenómeno desconcertante.
Empiezo por el principio. Después de un café cargado y un pan con aguacate, nos lanzamos rumbo a la colonia Martín Carrera, al norte de la ciudad. Para ubicarla rápido: está justo detrás de la Basílica de Guadalupe. Es un bastión morenista, aunque no del todo. Aún persiste algo de ADN priista entre las casas bien pintadas de dos pisos que flanquean altares a la Virgen, Jesús y, por supuesto, Malverde.
Ahí visité una casilla en una primaria donde los despiadados encargados del inmueble dejaron los baños cerrados con llave (inhumano). Otra en un Pilares con huerto precioso a la entrada y miradas hostiles hacia la periodista metiche. Tres más en patios de casas particulares, donde platiqué muy a gusto con señoras amables, y una última en una secundaria de la Bondojito, donde me abordó un “orgulloso ciudadano de la 4T”. Me regañó por salir en ADN40… pero me lo perdonó porque le encanta el noticiero de Leonardo Curzio, donde aparezco.
¿Y qué encontré en común en todas esas casillas? Lo mismo que en la casilla de la espaciosa entrada del Tribunal Superior de Justicia, en dos escuelas de la Doctores (una del INBA), y al final, en las casillas de la colonia Del Valle. Encontré una nueva devoción: la del voto.
Más que la mujer que me confesó haber cobrado $1,200 por estar sentada ahí cerca con un paraguas sin hacer nada —y no le habría funcionado intentar algo más, francamente no le alcanzaba la cabeza—, lo que me impresionó fue una especie de fervor. No es racionalidad cívica ni deliberación democrática. Es otra cosa.
¿Veneración? Sí. Hay algo como un apego emocional, casi sagrado, hacia el acto de votar. No importa por qué, por quién, ni con qué información. Una vez que se instala la casilla, se levanta un altar, y hay que presentarse. Casi arrodillarse.
Vi esa devoción en la señora de rostro arrugado que no sabía por quién votó, pero salió feliz por cumplir. En el supervisor del INE que llevaba siete vueltas en cuatro horas. En la presidenta de casilla que alejó a la observadora comprada. En la propia observadora comprada. En el ciudadano de la 4T (ojo, no morenista, me aclaró él) que usó un análisis de Viri Ríos como brújula para una elección que le disgustaba. En los policías que custodiaban casillas. En el señor que se tardó 45 minutos. En los jóvenes que anularon en cinco. En el escrutador que no quería votar pero que consideró su deber apoyar al INE. En el observador filopanista sin militancia que dedicó su domingo a ser testigo de una casilla en la Del Valle.
Y me quedé pensando: esta devoción me confunde. Me alegra que haya un impulso automático en defensa del voto. Pero me inquieta que ese mismo voto, sin base crítica, se haya convertido en un ritual del régimen, ya no como instrumento de la democracia, sino como su liturgia.
Me quedé con esa inquietante impresión. El voto cada vez se parece más a una comunión. Es una forma de comulgar. Lo que pase después de eso es lo de menos.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

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