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Por Laura Carrera
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Hay momentos en la historia de un país en que no se discute solamente el rumbo político, sino la manera en que cada quien percibe el futuro. Momentos en los que una elección no sólo define qué partido ocupa el poder, sino que, como parteaguas, divide emociones, sentimientos, relaciones, familias y sueños. México vive hoy uno de esos momentos.

La sociedad está dividida en dos, aunque en realidad podría hablarse de tres. Por un lado, quienes hoy se sienten victoriosos, respaldados por un aparato ideológico y político que les da sentido de pertenencia y poder. Por otro, quienes sienten que el país ha extraviado el rumbo, que ha perdido instituciones valiosas y camina hacia un modelo de control centralizado que, en nombre del pueblo, silencia al propio pueblo. Y en un tercer espacio, más etéreo, pero también real, están quienes habitan una burbuja: jóvenes, empresarios, creadores, consumidores digitales, que viven tan absorbidos por su mundo, por la inteligencia artificial, el emprendimiento, las redes sociales, el lenguaje de moda, que parecen no mirar hacia el país ni hacia otros. Están en el ahora, no en el país. Están en algoritmos, no en la conversación nacional.

Lo que se vive no es solo una disputa de poder, sino una lucha silenciosa entre emociones: euforia, miedo, rencor, esperanza, enojo, y una tristeza profunda que, a veces, se instala en el pecho como una piedra que no deja respirar. No es solo una contienda política: es una disputa emocional por el alma emocional de una nación.

Porque en el fondo, más allá de discursos, lo que realmente nos está fracturando es el resentimiento. No el debate ideológico, ni la diferencia de visiones, que son saludables en una democracia, sino el resentimiento que se convierte en odio, y que desde ahí impulsa decisiones públicas que, en lugar de construir, dividen.

El resentimiento no busca justicia, busca venganza. No busca el bienestar común, busca castigar al otro. Y cuando el resentimiento se instala en el centro del poder, cuando se convierte en la guía de decisiones políticas o en justificación de reformas estructurales, lo que se rompe no son solo instituciones: se rompe el tejido emocional de la sociedad.

Hay políticas públicas que se visten de justicia, pero nacen del rencor. Hay discursos que se dicen populares, pero en realidad responden a heridas personales. Y eso, al final, no construye un país, lo tensiona hasta que la cuerda ya no da más. 

Y del otro lado, los que han perdido, ya sea una elección o una visión de país, experimentan una emoción difícil de nombrar, no es solo tristeza ni frustración. Es una mezcla amarga de impotencia y duelo. Duelo por un país que no fue. Duelo por una promesa rota. Duelo por una ciudadanía que no despertó a tiempo. Y también una sensación de estar a la deriva, como si los hechos públicos dejaran de tener sentido, como si cada intento de construir o defender algo, terminara borrado por una maquinaria más grande, más ruidosa, más emocionalmente eficaz.

Mientras tanto, quienes habitan esa tercera burbuja, el mundo de la distracción permanente, viven, sin saberlo, al filo de un abismo que no alcanzan a mirar. Su desconexión emocional con el país los mantiene protegidos, pero solo por un tiempo. Porque incluso el algoritmo más personalizado y la tecnología más avanzada no podrá aislarlos del impacto que estas decisiones tienen, y tendrán, sobre su realidad. 

A esto se suma un contexto global lleno de incertidumbres: la amenaza latente de nuevas guerras, la fragmentación del orden internacional, el avance imparable de la inteligencia artificial que ya comienza a reemplazar miles de trabajos humanos y, con ello, a provocar angustia existencial en personas que no saben cuál será su lugar en un mundo automatizado. La democracia retrocede en muchos países, los liderazgos autoritarios crecen, y la polarización se convierte en estrategia electoral. No solo estamos en un punto crítico como país, lo estamos como humanidad.

Y, ¿qué podemos hacer ante todo esto? El miedo, la tristeza, la rabia, incluso la confusión, no son signos de debilidad, sino señales de que algo valioso está en juego. Sentir es el primer paso para responder con humanidad.

También podemos resistir emocionalmente. Ser resilientes no significa callar o resignarse, sino aprender a sostenerse con dignidad en medio de la tormenta. Significa cuidar el propio juicio cuando todo parece gritar. Significa fortalecer los vínculos afectivos, hablar con quienes piensan distinto sin buscar ganar, sino entender. Significa no intoxicar el alma con odio, aunque duela lo que se vive. 

Además, podemos actuar con conciencia. Tal vez no podamos cambiarlo todo, pero sí podemos elegir qué alimentar en nuestra conversación diaria. Podemos hablar con respeto, construir redes de apoyo, apostar por la educación de los más jóvenes, defender las libertades que aún tenemos. La conciencia es una forma de resistencia.

 Y por último es no renunciar al futuro. Aunque hoy parezca oscuro, aunque el país parezca enredado en un destino que no elegimos, el futuro no está escrito. Podemos imaginarlo, diseñarlo, cultivarlo. Pero no lo lograremos desde el odio ni desde la burbuja de la indiferencia. Solo lo lograremos si recuperamos la capacidad de soñar juntos y juntas, aún desde nuestras diferencias.

 Hoy, más que nunca, necesitamos un nuevo tipo de ciudadanía emocional: una ciudadanía lúcida, compasiva, valiente. Una ciudadanía que entienda que ganar una elección puede ser solo una victoria momentánea si se pierde lo más valioso: la capacidad de convivir, de confiar, de imaginar un país en el que nadie, absolutamente nadie, tenga que vivir con miedo de pensar distinto.


Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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