Entre el dolor y el duelo

Entre el dolor y el duelo hay una línea muy delgada llamada tiempo, el único bálsamo milagroso que realmente ayuda a sobrellevar toda pérdida.

Entre el dolor y el duelo

La muerte llegó galopante y sin tregua llevándose a padres y madres de amigos entrañables, de personas que estimo, de gente que me importa; como si estuviera obligada a cumplir forzosa e inmediatamente un pacto inexplicable con la orfandad.

Soy una de esas personas que simplemente no saben dar pésames y es que considero que no hay palabras suficientes que logren dar calor al alma en esos momentos. Por eso me limito a abrazar y decir con un nudo en la garganta un sentido: “Es una mierda, lamento mucho que estés pasando por esto”. Increíblemente, me suelen agradecer mucho mis nunca sensibles pero evidentemente empáticas palabras.

Recuerdo la sarta de estupideces que la gente me decía en el velorio de mi padre y el estado catatónico en el que les respondía mi voz casi muda desde una nube de todo y nada un “muchas gracias”. Ese día no tuve claro prácticamente nada, salvo que jamás iba a ser parte de esos protocolos lúgubres sociales y que mi madre fue (y afortunadamente sigue siendo) mi mejor publirrelacionista.

En medio de la última despedida a su amigo incondicional y exmarido, ella contuvo y redireccionó cada misil que me fue lanzado por la gente impertinente que muchas veces cree que es una aportación valiosa hablarte en esos momentos de religión, de cuando Dios necesita ángeles y viene por la gente más buena, de cómo ese angelito ahora nos cuida desde el cielo, de la suerte que tenemos porque nuestro amado ser ya no está sufriendo, de cómo también ellos han perdido a seres queridos recientemente y tantas y tantas cosas que no necesitamos escuchar.

Es increíble cómo todos dicen estar para ti, para lo que necesites tras tu pérdida, y a los tres meses (si no es que en uno) dejas de existir como si por arte de magia el dolor se disolviera en un equinoccio, cuando en realidad es todo lo contrario.

El regreso a la rutina y el paso de ese primer año de duelo es lento y doloroso, los días se hacen eternos cuando el alma carga tanto pesar y te enfrentas a todas aquellas primeras veces que nunca quisiste contemplar sin ellos: el primer día sin su mensaje, sin sus llamadas, el primer domingo sin sus carcajadas en la comida familiar; tu primer cumpleaños, su primer cumpleaños, el primer aniversario, la primera Navidad…

Entre el dolor y el duelo hay una línea muy delgada llamada tiempo, el único bálsamo milagroso que realmente ayuda a sobrellevar toda pérdida.

Hoy estoy profundamente triste por ellos, los míos, los que han tenido que despedirse de sus seres amados en un momento en el que jamás esperaron hacerlo, aunque en realidad nunca es un buen momento. No existe un día, un contexto ni una situación ideal para perder a un padre o una madre, así como no está tampoco comprobado que haya una edad en la que sea más fácil sobrellevar semejante pérdida.

Me atrevo a decir que la simple idea de perderlos y el sentimiento que este pensamiento provoca fue la forma en la que conocimos el miedo y la ansiedad cuando de niños empezamos a entender qué es la muerte. La mayoría hicimos de inmediato la pregunta inminente: “Pero tú, mamá/papá, nunca te vas a morir, ¿verdad?”, porque nos daba más miedo pensar en esas pérdidas que cuestionarnos la fragilidad de nuestra propia vida.

Yo tenía 22 años cuando perdí a mi padre por un cáncer de pulmón terminal que se lo llevó en 11 meses. Tardé mucho en borrar de mi mente las imágenes de él tan enfermo y reemplazarlas por fotografías mentales en el esplendor de su vida.

Me costó muchos años y terapia entender por qué tuvo que ser él (que era tan bueno, tan amoroso, tan generoso, tan sano, deportista, nunca fumador…), por qué así, por qué de esa forma, por qué tanto sufrimiento a lo largo de esos 11 meses, por qué no lo diagnosticaron a tiempo, ¿por qué, por qué, por qué…?

Habité ese universo infinito de los “porqués” y hoy puedo decir que sí tuve una respuesta: porque sí, porque la vida no es como nosotros pensamos que debe ser, es como es y punto, sin amar, odiar o ensañarse específicamente con alguien, sin designios divinos.

Lo que hoy intento decir a quienes están viviendo el duelo de sus padres y madres es que aunque en estos momentos parezca imposible de creer su partida suele compensarse con muchas bendiciones, solamente que éstas tardan en hacerse visibles en medio de tanto dolor, que nubla por completo el horizonte, y es que resulta imposible ver colores cuando todo es tan negro.

La muerte de mi padre me bendijo con el superpoder de creerme invencible: yo asumí que si a los 22 años estaba confrontando cara a cara al miedo más grande de mi vida ya nada me podría atemorizar, ya nada me podría paralizar, ya nada me podría detener, porque a partir de su partida me convertí en una sobreviviente que pudo salir a flote pese a esa inmensa pena que intentaba hundirme constantemente en los abismos de la tristeza y que por momentos me hizo pensar que el resto de mi vida sería así de miserable sin él.

Con el tiempo, eso que bauticé como dolor y que estaba siempre presente al mencionar a mi papá, ver una foto o simplemente recordarlo porque sí un martes a la mañana se convirtió en una intuición que desde hace 18 años me ayuda a tomar mejores decisiones, a elegir el camino que debo tomar, a decir “sí” o “no” sin titubear, a irme temprano de la fiesta, a no subirme a ese coche, a alejarme de esa amiga, a darme la oportunidad de conocerlo, a no volverlo a ver, a tomar ese trabajo, a renunciar al otro, a decir en voz alta la idea que se me había ocurrido sin temor a las críticas, a aceptar una propuesta, a rechazar una oferta irresistible…

Un día me di cuenta que ese nuevo “GPS” de vida también posee una especie de “imán” que genera un amor incondicional y bienestar total al “conectar” con los otros dos “imanes” que no por casualidad comparten mi misma genética.

Ahí entendí que mis hermanas siempre serán mi refugio, mi lugar seguro; las únicas personas que pueden entender mi pérdida desde el mismo lugar, quienes lloran conmigo sin tener que explicar nada. Había llegado el momento de estar más unidas que nunca; ellas eran las únicas extraterrestres que venían del mismo planeta que yo y que tampoco se olvidarían de él frente a cada equinoccio, sino que lo llevarían a flor de piel con cada puesta de sol.

Fue entonces cuando todas las pistas me llevaron a confirmar lo que ya sospechaba, que esa nueva voz impregnada en mis entrañas que primitivamente llamé dolor y posteriormente intuición es en realidad mi padre cumpliendo cabalmente lo que me prometió cuando era niña: nunca dejarme sola.

Para Danilo, Javier, Gaby y Valeria.


Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


Una suscripción es el regalo perfecto para estas fechas; además, dura un año.