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Por Sandra Romandía

¿Y si un día te despiertas en una distopía tropical donde el sarcasmo se castiga con cárcel, la crítica se considera violencia y el humor es un arma de destrucción institucional? No, no es una reedición de 1984, ni una sátira olvidada de George Orwell. Es México. Es hoy.

Lo que parecía un desliz anecdótico —la denuncia contra Denise Dresser por atreverse a cuestionar a una diputada morenista— ha devenido en un patrón ominoso: un aparato institucional dispuesto a convertir el disenso en delito y la opinión en crimen. Si Milan Kundera escribiera La broma en 2025, ya no ambientaría su novela bajo el yugo estalinista checoslovaco. Le bastaría con una banqueta en Campeche, una cuenta de X en Sonora o una conferencia de prensa en la CDMX.

Empecemos por el principio de esta tragicomedia: Dresser fue denunciada por “violencia política de género” por una diputada de Morena. ¿Su crimen? Hacer sátira. El TEPJF la exoneró, pero el mensaje fue claro: que no se repita. Que nadie se atreva a bromear con el poder. La corrección política ha sido transformada en una mordaza institucional.

Luego vino la escena más grotesca de este teatro del absurdo: en Campeche, al periodista Jorge Luis González lo acusaron de “incitación al odio” por criticar a la gobernadora Layda Sansores. Fue detenido, procesado, multado con 2 millones de pesos y vetado de cualquier actividad periodística por dos años. En un país con fosas clandestinas, 100 mil desaparecidos y asesinatos impunes, el verdadero problema, al parecer, es un periodista incómodo. Kafka se habría sentido en casa.

El Estado morenista, que presume de feminista y libertario, ha encontrado en la narrativa de género su látigo preferido. En Sonora, Karla Estrella, una ciudadana sin cargo ni fuero, osó publicar un tuit sobre la diputada Karina Barreras, esposa de Sergio Gutiérrez Luna, líder de la bancada de Morena en la Cámara de Diputados durante la actual legislatura. Resultado: fue condenada a pagar una multa, tomar un curso de “perspectiva de género” y quedó inscrita en el Registro Nacional de Sancionados. En términos del nuevo lenguaje orwelliano, eso se llama “reeducación por la equidad”.

En Puebla, la censura ya tiene forma de ley: se aprobó una reforma que castiga hasta con tres años de cárcel a quien “ofenda el honor o la dignidad de una persona” en redes sociales. En otras palabras, la crítica digital será penalizada. No por difamación, sino por mal gusto. Se ha judicializado la opinión, esa materia gris de la democracia. Artículo 19 y otras organizaciones han encendido las alarmas: si opinar duele más que robar, estamos en el umbral de la servidumbre legalizada.

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