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Por Sofía Guadarrama Collado
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El estridente espectáculo de la democracia simulada alcanzó nuevas alturas al someter a la danza demagógica del sufragio la elección de jueces, magistrados y ministros del Poder Judicial en México. Con la solemnidad impostada que caracteriza las grandes farsas, se revistió de ropajes democráticos lo que, en realidad, no fue sino un ardid calculado: el viejo truco de envolver el autoritarismo en el celofán del sufragio, con lo cual MORENA logró la subordinación de la justicia a su capricho, la erosión de los contrapesos institucionales y el prólogo de una dictadura disfrazada de mandato popular.

Analistas, críticos y ciudadanos dentro y fuera del país coincidieron en que no era una reforma para fortalecer la democracia, sino un operativo quirúrgico para extirpar la independencia judicial —que había osado contradecir a su majestad el Rey Andrés Manuel López Obrador y a su imperio del oportunismo— y dejar en su lugar un aparato sometido al poder en turno.

El festín de la impostura tuvo sus ingredientes dignos de una historia de horror: el sometimiento —con pilas de carpetas de investigación— de los Yunes y el ministro Pérez Dayán, la debilitación del Instituto Nacional Electoral y el desprecio a la inteligencia ciudadana. Como colofón, en el Instituto Nacional Electoral y el Tribunal Electoral se fabricó, con la precisión de un sastre sin escrúpulos, un traje percudido de corrupción para una mayoría legislativa que, lejos de reflejar el pulso ciudadano, rubricó la simulación.

Así se perpetró el atentado contra el Estado de derecho, con la urgencia de los corruptos que tienen la consigna de que las formas deben sacrificarse por la efectividad política. Desde el momento en que, en los recintos legislativos, se escenificó la votación sin deliberación ni lectura, la legitimidad quedó en entredicho. Porque ¿para qué discutir lo que ya está decidido?

La justicia, como los mitos y las buenas intenciones, fue convocada a un proceso electoral diseñado no para hacerla más accesible, sino para transformarla en pieza decorativa del régimen. No hubo afán de mejora ni voluntad de engrandecer el orden legal. No hubo debate, no hubo información clara, no hubo mecanismos de evaluación. Solo la consigna de que la voluntad popular debía expresarse en una tómbola partidista. Los candidatos fueron degradados al nivel de monos capuchinos bailando al son del organillero, y la ciudadanía reducida al papel de público involuntario. Se trató, en suma, de la legitimación oficial del desmantelamiento institucional.

Al notar que la elección no cuajaba, el gobierno de Claudia Sheinbaum optó por el más clásico de los remedios: si el fraude titubea, se le maquilla con otra dosis de simulación. Y así llegaron millones de acordeones —esos manuales de obediencia electoral, monumentos del desprecio a los electores— que, en su desfachatez logística, superaron incluso el número de boletas disponibles. La democracia, ya de por sí en terapia intensiva, recibió entonces su último ungüento: una avalancha de instrucciones impresas, asegurándose de que el voto fuera una repetición bien ensayada más que un acto de voluntad. Hubo más acordeones que electores registrados, porque en esta ceremonia del autoengaño la cantidad debía suplir la convicción.

Aquel espectáculo electoral, lejos de ser una noble empresa de transparencia y accesibilidad, resultó una pantomima en la que el ciudadano fue arrastrado a las urnas para legitimar el desmantelamiento de la independencia judicial.

Guadalupe Taddei informó con precisión numérica que 79 mil 931 casillas habían sido instaladas, alcanzando un 99 % del total. Y, sin embargo, la matemática electoral no logró disfrazar la otra realidad: la jornada arrancó con el bostezo cívico.

Claudia Sheinbaum y su esposo cumplieron con el protocolo del voto: sin declaraciones, sin testimonio, sin siquiera el gesto de la reflexión ante los reporteros. No era el momento de robar los reflectores a su santidad política, quien más tarde, en Chiapas, resurgió de las sombras, después de 244 días de confinamiento en Palenque —o al menos eso dice—, donde la soledad fue solo una estrategia y el silencio un acto de poder. Andrés Manuel López Obrador emergió para darle el tiro de gracia al Poder Judicial. Votó con acordeón en mano, no por ignorancia ni falta de memoria, sino por una razón más simbólica: legitimar y santificar el acordeón como catecismo electoral ante sus millones de devotos. Y, como broche de oro, digno de la liturgia obradorista, concedió una entrevista donde, con la solemnidad del adoctrinamiento, declaró sin atisbo de duda: «Claudia Sheinbaum es la mejor presidenta del mundo».

Las casillas, más que centros de votación, evocaban la imagen de asilos improvisados, donde los adultos mayores aguardaban no con el entusiasmo de la participación cívica, sino con la paciente resignación de quien espera el trámite inevitable de su pensión. Desde el amanecer, los reportes de irregularidades llegaron como avalancha, dejando claro que la democracia, en México, es más un anhelo que una realidad.

Se reportaron robos de más de 80 mil boletas en Chiapas. Se compraron votos a diestra y siniestra, como en un mercado de baratijas, y se extorsionó a unos y otros. ¿La supervisión? Un adorno burocrático que brilló por su ausencia. El mapacheo y el embarazo de urnas estuvo a la carta, pues «si el sufragio no favorece, hay que hacerlo». Y la corona de todas las trampas se la llevó el crimen organizado: los amos del territorio que decidieron qué casillas permanecerían cerradas y qué candidatos debían desaparecer o renunciar.

Se contaron los votos en lo oscurito. No se invalidaron las boletas que no se utilizaron. No hubo transparencia en el traslado de boletas. Se consumó, pues, el fraude, ese veterano de la política mexicana, ahora con más cinismo, más descaro, más solemnidad hueca: el fraude electoral más desfachatado de la historia nacional. Se le adornó como la voz del pueblo, pero fue más bien la estratagema de un régimen que, al tiempo que enarbolaba el estandarte del sufragio, negaba a los votantes el derecho a la información y la claridad de las consecuencias.

La reforma, lejos de fortalecer la democracia, selló el destino de un país donde la división de poderes se diluye y los cimientos de la libertad quedan sepultados bajo el peso de una dictadura disfrazada. No fue un ejercicio de democratización, sino la instauración oficial de un aparato clientelar al servicio de MORENA, donde la justicia dejó de ser un principio para convertirse en moneda de cambio, un departamento más de la burocracia partidista y un trofeo más en la pútrida vitrina de rencores de Andrés Manuel López Obrador.

Ahora sí, que Dios nos ampare.

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@SofiGuadarramaC

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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