Por Valentina Martínez*
En esta época en la que todo se grita pero nada se digiere, el acto de opinar parece haberse convertido en una reacción automática. Vemos un titular, intuimos la línea editorial, compartimos o condenamos. No importa si hemos leído el texto completo, si comprendimos el contexto o si conocemos los matices: lo urgente es emitir juicio, dejar claro en qué lado de la conversación estamos. Lo importante ya no es entender, sino posicionarse.
Este fenómeno no es nuevo, pero sí ha sido radicalizado por las dinámicas digitales. La economía de la atención ha reducido el espacio para la duda, el tiempo para la lectura lenta, el derecho a decir “aún no tengo una opinión”. En ese contexto, pensar a profundidad se ha vuelto un acto de resistencia.
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