Por Adela Navarro Bello
Al oeste de Tijuana, en un área agreste, con instalaciones eléctricas hechizas y olvidada aunque no alejada de la zona urbana, está la colonia Nueva Aurora Norte; no muy lejos del libramiento que circunda la ciudad. Sobre una de sus irregulares calles de tierra, de repente, los que por ahí transitan encontraron una calle cerrada.
La avenida, flanqueada por casas humildes y vehículos estacionados, tenía al centro de la vialidad un montículo de tierra. Los vecinos pensaron que quizá, y sólo quizá, alguna autoridad —municipal, estatal o federal— por fin pavimentaría la colonia y aquel montículo era parte del material de trabajo. Pero no.
Unos metros antes de llegar a la calle bloqueada, en inmediaciones de una gasolinera, unos jóvenes vigilan quién entra o pretende entrar. Cuando un auto se encamina hacia la calle, lo detienen poniéndose frente al vehículo; ordenan al conductor bajar la ventana y le dicen: “aquí no puedes entrar”. Ante el estupor, lo confirman con ademanes: “De aquí para abajo. Para arriba no te quiero volver a ver”.
Los vecinos, aun con temor, lo admiten: se trata de malandros que han tomado la colonia como su cuartel. La controlan a base de miedo, armas y arengas criminales.
La colonia contigua, Fausto González, fue la primera sitiada por estas células desprendidas de los cárteles. Ante la impunidad, han despojado a residentes de sus viviendas con amenazas de muerte, y controlan cada territorio como feudos. A distribuidores de agua, gas o mercancías se les niega el paso; los cobradores de tiendas de conveniencia se han decantado por no entrar, después de que uno de ellos fuera asesinado. Ahora a los vecinos ya ni siquiera se les concede crédito.
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