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Por Adriana Sandoval

La alimentación intuitiva no es un concepto nuevo. Hace más de veinte años, alguien me regaló un libro sobre el tema y, al final, resultó ser una guía para comer poco y mal. Hoy vuelvo a encontrar ese término por todas partes y me pregunto: ¿realmente podemos confiar en la intuición para alimentarnos de forma saludable?

En el mundo de la nutrición, los extremos venden. Un día, lo único que importa son las calorías; al siguiente, se nos invita a ignorar todas las reglas y escuchar únicamente nuestro cuerpo. En medio de estas corrientes ideológicas ha resurgido, con fuerza creciente, la alimentación intuitiva: una propuesta que promueve dejar las dietas atrás y volver a confiar en las señales internas del cuerpo.

¿Y si comiéramos solo cuando tenemos hambre? ¿Y si dejáramos de etiquetar los alimentos como “buenos” o “malos”? ¿Y si nos permitiéramos comer sin culpa? La idea suena liberadora. Después de décadas de restricciones, muchas personas encuentran en este enfoque un alivio emocional. Lo comprendo. Pero lo que parece sencillo, casi nunca lo es.

La alimentación intuitiva busca fomentar una relación más sana con la comida: aprender a reconocer el hambre y la saciedad, rechazar la prohibición de ciertos alimentos y cuestionar la idea del "peso ideal". Todo esto suena bien, hasta que recordamos que comer no es solo un acto biológico: también está atravesado por factores emocionales, psicológicos y sociales que muchas veces no sabemos gestionar.

La intuición, en este contexto, no es pura ni aislada. Está formada por creencias culturales, hábitos heredados, presión social, marketing y, sobre todo, por nuestras relaciones –saludables o no– con todo lo que consumimos: alimentos, ropa, cosméticos, libros, alcohol.

No podemos romantizarla ni asumir que es aplicable a todas las personas en cualquier situación. En mi consulta, atiendo a personas con enfermedades hepáticas, metabólicas o cáncer. En estos casos, el cuerpo no siempre “sabe” lo que necesita, y la alimentación forma parte esencial del tratamiento. No hay margen para errores, excesos o deficiencias: está en juego la vida.

Sabemos, además, que ciertas condiciones metabólicas afectan las señales de hambre y saciedad. Por ejemplo, en la resistencia a la insulina, es común sentir hambre constante, pero no precisamente de pechuga y lechuga: se antojan pan, azúcar, postres. Y este es solo un ejemplo. Hay muchos otros diagnósticos que distorsionan nuestras sensaciones corporales, siendo los más peligrosos los trastornos de la conducta alimentaria, como la anorexia, la bulimia o el trastorno por atracón.

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