Por Adriana Sandoval 

Frugalidad es una palabra que siempre me ha intrigado. Tiene algo de virtud antigua, de gesto sobrio, de conciencia que se ejercita. No es abstinencia ni penitencia, aunque a veces así se perciba, sino una manera de relacionarnos con el cuerpo desde el respeto fisiológico y no desde la saturación. En tiempos en los que la abundancia alimentaria convive con cifras históricas de enfermedades metabólicas, vale la pena detenernos a pensar por qué menos puede ser, en muchos sentidos, sinónimo de salud.

La evidencia acumulada en las últimas dos décadas apunta a un fenómeno contundente: el exceso de calorías, azúcares libres, alimentos procesados, horas sedentarias y estímulos digitales, es uno de los motores más potentes de inflamación crónica. Esta inflamación de bajo grado, descrita en estudios como el NHANES y en análisis poblacionales, se asocia de manera consistente con diabetes tipo 2, hígado graso, hipertensión y un deterioro temprano de la función mitocondrial. En 2023, una revisión sistemática en The New England Journal of Medicine subrayó que prácticas alimentarias que reducen la sobrecarga metabólica, como ventanas de alimentación más ordenadas, densidad calórica moderada y mayor proporción de alimentos no procesados, pueden disminuir marcadores inflamatorios como la PCR ultrasensible entre un 10 y 25% en distintos grupos de estudio. No son milagros: es fisiología restaurada.

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