Por Adriana Sandoval
El 10 de mayo era el mejor día para mi mamá. Lo esperaba con la ilusión de una niña: flores, regalos, mañanitas, comida especial. Todo el día era suyo. Durante años me pareció exagerada, incluso histriónica. Y hoy, cinco años después de su partida, la extraño y en este día, más que nunca.
Sí, esta columna es sobre nutrición. Pero también es sobre vínculos. Sobre mujeres. Sobre linajes que no caben en una etiqueta de información nutrimental. Y sobre todo es un homenaje a mi madre.
Porque la primera conexión que tenemos con el mundo es alimentaria. Llegamos al pecho materno por necesidad, pero pronto ese acto se convierte en ritual, en consuelo, en vínculo irrompible y eterno.
Nuestra relación con los alimentos nace en casa, y en México, como en muchas culturas, esa casa tiene rostro femenino. El 76% de los hogares tiene a una mujer como principal responsable de la preparación de alimentos (ENSANUT 2022). En las zonas rurales, este porcentaje se eleva a más del 80%.
Yo crecí en una casa donde se comía arroz, papas, fideo y tortillas como si no pertenecieran al mismo grupo de alimentos. La abundancia era símbolo de bienestar. Y en esa confusión nutricional, tan común, tan mexicana, decidí convertirme en nutrióloga. Fue mi madre, sin saberlo, quien me llevó a descubrir la pasión de mi vida. Mi punto de quiebre fue su diagnóstico de diabetes tipo 2, una enfermedad que hoy padecen más de 12 millones de mexicanos y que causa más de 100 mil muertes al año, muchas de ellas prevenibles con un diagnóstico oportuno y cambios en el estilo de vida. En el caso de mi madre, fue tarde. Y al final, su enfermedad terminó llevándosela.
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