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Por Alba Medina

Antes de convertirse en el presidente más pobre del mundo, Mujica formó parte del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, una guerrilla urbana de ideología socialista que fue aniquilada en el contexto de terror de la Guerra Fría y el Plan Cóndor. 

Desde los primeros años de la dictadura de Juan María Bordaberry, la embestida contra los Tupas fue encarnizada, violenta y letal. El golpe mortal lo dieron los militares una tarde de otoño cuando detuvieron a varios dirigentes del movimiento que se encontraban escondidos en una casa “de ocupa”. 

Raúl Sendic, Eleuterio Fernández Huidobro, Mauricio Rosencof, José Mujica, Adolfo Wasem, Julio Marenales, Henry Engler, Jorge Manera y Jorge Zabalza fueron los nueves rehenes tupamaros que la dictadura uruguaya mantuvo durante once años prisioneros en diminutos calabozos con la consigna de no dejarlos morir porque no querían hacer de ninguno de ellos otro Che Guevara.

Después de dos años en completa soledad y aislamiento, José Mujica comprendió que se estaba volviendo loco cuando comenzó a entablar largas y profundas conversaciones con las hormigas que desfilaban sobre las frías paredes de su celda.  Lo llevaron a un sanatorio y le diagnosticaron demencia. Para que recobrara la cordura le recomendaron leer. Los libros de política, historia y literatura estaban prohibidos. Le dieron un tratado de matemáticas y otro de herbolaria. El primero le ayudó a pensar con sosiego y el segundo a imaginarse las flores que plantaría en su chacra.

En 1984, un plebiscito y el “voto buquebús” —una estrategia genial por sencilla—, terminó con un régimen militar cuyo saldo se calcula en miles de refugiados, torturados y desaparecidos. Un año después, el presidente Julio María Sanguineti, ordenó la liberación de los presos políticos. Afuera de la prisión de Punta Carretas, cientos de personas recibieron con júbilo a los ocho tupamaros sobrevivientes —Adolfo Wasem, había muerto en prisión.

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