Por Ana Cecilia Pérez

Hace 40 años, un olvido nos salvó la vida.
Era la mañana del 19 de septiembre de 1985. Yo tenía siete años y vivía con mi familia en el piso 13 del edificio Allende, en Tlatelolco. Estábamos listos para bajar por el elevador para ir a la escuela cuando mi mamá recordó que había olvidado algo en casa. Regresamos al departamento. Ese breve instante, ese pequeño olvido, hizo toda la diferencia.
En segundos, el mundo comenzó a sacudirse. El parquet recién pulido crujía bajo los pies, los libreros caían uno a uno, el refrigerador salió de la cocina y se deslizó hasta el comedor. Mi papá, cargando a mi hermano pequeño, mis abuelos saliendo de sus recámaras, todos repitiendo lo mismo: "está temblando", "es muy fuerte". Recuerdo el sonido seco de las televisiones pesadas cayendo, el crujido de una ventana sobre mi cabeza. Recuerdo también a mi bisabuelo corriendo para jalarme antes de que un vidrio me cayera encima. No entendía nada, pero lo sentía todo.
Horas después, mis papás bajaron a ver el edificio. No había luz, ni noticias claras. Cuando regresaron, escuché por primera vez una frase que cambiaría mi infancia: "tenemos que salir de aquí ya no es un lugar seguro". Esa coraza protectora, la que era mi casa, mi refugio, se había roto.
Bajamos por las escaleras rotas, entre piedras y paredes cuarteadas. Dormimos esa noche en casa de una amiga de mi abuela. Luego, nos mudamos temporalmente al departamento de mis abuelos paternos en Coapa. Éramos seis personas, en un espacio compartido, pero también en una red de afecto. Amigos, tíos, familiares, todos ayudaron a subir al piso 13, empacar nuestras cosas y bajarlas por esas mismas escaleras destruidas, después de eso, nuestras cosas, muebles y recuerdos fueron resguardados en los hogares de nuestros familiares y amigos por toda la ciudad. Fue agotador. Fue esperanzador. Fue solidaridad pura.
Hoy, cuatro décadas después, esa escena vive intacta en mi memoria. Cada 19 de septiembre, al sonar la alerta sísmica o sentir un temblor, algo se enciende dentro de mí. Pero también se enciende el agradecimiento. Porque lo perdimos todo, menos lo esencial: la vida, el amor, el apoyo.
Durante muchos años, guardé este recuerdo como algo privado. Hoy quiero escribirlo como testimonio y como acto de gratitud. A mi familia. A quienes nos ayudaron. A ese olvido que nos salvó. A los que ya no están. A la niña de siete años que fui y que, sin saberlo, descubrió ese día que incluso en medio del miedo, la solidaridad es más fuerte que el temblor.
Y, sobre todo, quiero agradecer a mis abuelos, que fueron resilientes, valientes y el gran apoyo para mis papás en esos días inciertos. A mis papás, por no rendirse jamás, por mover cielo, mar y tierra para volvernos a dar un hogar y mostrarnos que salir adelante es siempre posible. Y a mi hermano, por la oportunidad que nos dio ese olvido de crecer juntos, de seguir unidos y de compartir una historia que, aunque marcada por el temblor, también está tejida de amor y esperanza.
Porque a veces, los olvidos salvan. Y escribirlos, también.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

Comments ()