Por Ana Cecilia Pérez*
Cada mañana, miles de madres y padres revisan que sus hijas e hijos lleven mochila, lonchera y suéter. Les enseñamos a cuidar sus pertenencias, a no hablar con desconocidos, a avisarnos si algo les incomoda.
Pero hay algo que no revisamos: los datos que la escuela recopila sobre nuestras familias.
CURP, dirección, teléfono de emergencia, boletas, diagnósticos médicos, fotografías, correos, cuentas de plataformas escolares, geolocalización. Incluso el nombre de la persona autorizada para recogerlos.
Todo eso viaja en otra mochila invisible: la digital. Y esa mochila está siendo violentada.
En diciembre de 2024, se detectó en la dark web la venta de información de más de 500,000 estudiantes de Quintana Roo. En febrero de 2025, una universidad mexicana fue víctima de un ataque de ransomware. Los atacantes cifraron y filtraron más de 30 GB de información sensible.
Además recordemos que, México es hoy uno de los países más atacados de América Latina en el sector educativo.
Y mientras todo esto ocurre, seguimos creyendo que la ciberseguridad es un problema técnico o lejano, y no una urgencia que impacta la privacidad, la seguridad emocional y la dignidad de nuestras hijas e hijos.
¿Por qué debería importarnos?
Porque lo que está en juego no son sólo nombres y números.
Un archivo filtrado puede convertirse en acoso, suplantación de identidad, extorsión, robo financiero o reclutamiento digital.
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