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Por Ángeles Mariscal

En la época de La Ilustración -mediados del Siglo XVIII hasta principios del XIX-, las personas tomaron conciencia de que se puede cambiar el mundo o modificar la naturaleza, desde la razón y la ciencia. Lo previo era: “todo es una maldición o una bendición de Dios”, y poco se podría hacer contra sus designios.

Eso fue bueno para la humanidad durante un par de siglos porque supuso cambios, por ejemplo, en el área de la salud, saneamiento, en la generación de alimentos; y en general, en la conciencia de que se pueden mejorar las condiciones de vida.

A mediados del siglo XX esto se desboca porque se ve a la tierra y los bienes naturales como propiedad de particulares, viendo al ser humano como poseedor de la naturaleza y no como parte de ella.

Este sentimiento de poder y “dominio de la naturaleza” trajo consigo dinámicas de sobreproducción -producir más de lo que se necesita para vivir- y consumo; lo que ha ocasionado la actual crisis medioambiental de la que existen muchos estudios y escenarios, casi todos poco alentadores.

Sin embargo, esta noción de que el ser humano como parte de la naturaleza, y no como poseedor de ella, nunca la perdieron los pueblos originarios (indígenas), y por ello las ritualidades de pedir permiso a la naturaleza cuando se va a sacar un bien o recurso de ella, porque todo lo que impacte a la naturaleza, también va a impactar a la humanidad.

Y no es que se nieguen a usar los recursos y bienes de la naturaleza, sino es la conciencia de la relación entre naturaleza y humanidad como parte integrada de un ecosistema donde no sólo están presentes quienes vivimos ahora, sino las generaciones futuras. Se trata de la búsqueda del equilibrio y no de la apropiación.

Actualmente, a medida que hay problemas medioambientales cada vez más graves en el planeta, es cuando cobra sentido esa concepción del mundo.

Esto nos lleva a un segundo debate más profundo donde la pregunta es qué es “desarrollo”, porque hay todo un cuestionamiento y hasta franca confrontación sobre el significado de ese término-concepto, que además no tiene una traducción o palabra en muchas de las lenguas indígenas de la región de Mesoamérica.

Lo que sí existe en los pueblos originarios es el concepto de “buen vivir”, que integra el “ser comunidad” como parte de una interdependencia que integra la espiritualidad de cada ser vivo con el entorno. Es la conciencia de que la tierra forma parte de una red de redes en la que cada sistema está profundamente interconectado, y la afectación de un sistema conlleva a la afectación de los otros.

Son entonces dos visiones de cómo vivir dentro del planeta y el universo físico y espiritual. Hay actualmente todo un movimiento ya no únicamente de los pueblos originarios, sino de otros sectores, que está poniendo sobre la mesa el hecho de que el centro ya no es el ser humano, sino la naturaleza.

Esas dos visiones son las que están en pugna. El reto es cómo hacer que esa visión no hegemónica de que el centro no son las personas, sea tan válida como la anterior. Y eso no significa desaparecer las fábricas, la tecnología y la ciencia; sino establecer diálogos con la necesaria convicción de lo prioritario que es ahora la conservación y el uso sustentable de los recursos.

Y de manera más profunda, diálogos reconociendo el derecho de los pueblos originarios a decidir lo que quieren para el territorio que habitan.

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@AngelesMariscal

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