Por Claudia Pérez Atamoros

Nació un 24 de diciembre, como saldo de temporada, cuando ya nadie tenía ganas de envolver nada más. Nunca pidió muñecas ni cocinitas: pidió una moto, una cuerda, un balón de americano, una casa de campaña, un perro y un chango, que le catafixiaron por una tortuga…
“Somos lo que recordamos” dice el filósofo italiano Norberto Bobbio.
—Soy una hija inquisidora. Una mezcla acuosa, pegajosa, oscura de duros y divertidos momentos. ¡Vaya dicotomía!
De aquellos, sus primeros años, poco recuerda. Sabe que no le gustaba el zapote negro y que su “güela” un día le pintó de sopetón sus labios y ya no dejó de relamerlos ni de dar vueltas en círculo a la mesa para que aquello no parase. Pero dicen, era una “aspiradora” que devoraba todo cuanto había en la mesa. Era una “gordita sana”.
—Y no dejé de ser la gorda sino hasta que abandoné aquel hogar paterno. Cosas de la época.
Le robaron cumpleaños, regalos y el derecho a sentarse quieta. Le dieron misas, clases de costura y sermones. Ella devolvió carreritas, tochito, libros de detectives y timbres tocados con enjundia para salir corriendo echa la mocha.
En la calle jugaba de todo morocho. En su mente era un personaje perdido en una película de Tin Tan. Jamás Caperucita mucho menos Blancanieves; acaso sí La Flautista de Hamelin para sacar a la calle a sus pares, las niñas de vestidos y olanes…
De lunes a viernes, las monjas franciscanas trataron de dominarme a punta de oraciones y confesiones. Ella sonreía, se sentaba derechita, y al primer descuido, planeaba su próxima fuga. Pero acumulaba pecados…
—Llegué a ser bien mocha, ¡aunque usted no lo crea!
Mi padre era un hombre de pelo en pecho, mismos que fueron mi sostén cuando intentaba enseñarme a nadar. Luego aprendería cómo era el canon de la época: en la Alberca Olímpica cuyas lecciones de natación eran épicas. Te parabas al borde de la alberca y “el maestro” te aventaba para luego, cuando ya estabas a punto de hacer el busito final, acercarte una garrocha para que te aferraras a ella como si en ella te fuera la vida y ¡vaya que sí te iba!
Mientras las niñas soñaban con ser reinas de primavera, ella conspiraba para ser superheroína en pantalones amarillo chillante, montada en un cuaco como el de “Toro”. Nunca aprendió a ser señorita. Fue capullo y flor. Aprendió a ser incendio.
—Mientras querían que fuera adorno, yo fui ruido, raspón de rodilla, grito y carcajada. Acumulé demonios.
Pasaba las tardes saltando bardas, leyendo a Corín Tellado con la solemnidad de quien estudia física cuántica. Devoraba novelas de detectives, resolvía los crímenes con Dashiell Hammett, soñaba con ser una detective dura, fumadora y con gabardina. —Fui fumadora, nunca usé gabardina.
Hoy soy una experta en descubrir de inmediato al asesino o la tramas y trampas de las series y en la vida real tengo un olfato de miedo… un sexto sentido que me da palizas cuando le ignoro.
Nunca aprendió a pedir lo que se esperaba. Aprendió, en cambio, a pedir lo que la hacía libre. Y la libertad plena, ni entonces ni ahora, es bien vista.
—La calle era mi territorio. Mi salón de juegos, mi pista de carreras, mi selva, mi patio de maniobras. Ahí me encontrabas jugando con los escuincles de la colonia, improvisando circuitos de carreteritas, o retándome a saltar de un techo al otro hasta llegar a la casa de la esquina —porque, por supuesto, la gravedad era solo una sugerencia.
—Mis tardes eran una tragicomedia perfecta: me embobaba con las “taranovelas de Telerisa”, llorando con melodramas donde las protagonistas parecían tener menos luces que una licuadora, mientras imaginaba que yo, en cambio, algún día escribiría algo más luminoso y estrambótico. No crecí soñando con un altar: crecí planeando fugas, conspirando hazañas, soñando en conocer a mis ídolos y algún día trabajar a su lado.
—Lo hice en parte. Escribí para Cepillín, para Verónica Castro, para Fito Girón, para Anabel Ferreira. Aprendí a nadar entre hienas y tiburones, a muy corta edad.
—Las monjas franciscanas con sus lecciones, le enseñaban que ser “una niña decente” incluía saber callar, bajar la mirada, aguantar las injusticias y sonreír con modestia, mientras ellas nadaban en su alberca particular o paseaban en su galaxie del año… —pulcritud y coherencia.
—Recuerdo - ¿o me contaron? - que odiaba ir al kínder, al John F. Kennedy. Dicen que decía que había un niño, vecino, que solía levantarme la falda. Se el nombre de aquel infante, pero “mantengo el pacto” porque ni siquiera sé si fue cierto. Lo que sí sé es que tras ese kínder me fueron a “enterrar hasta la preparatoria” a un colegio de monjas franciscanas del que logré huir a duras penas para cursar mi carrera en otros lares porque –fíjense, les cuento- que el año que yo salía de la prepa las susodichas monjitas ¡inauguraron su propia universidad! y eso sí lo tenía ya bien clarito ¡ni madres que iba a quedarme ahí!
Ah, el Día del Niño. Esa jornada gloriosa en que te festejaban como si fueras el centro del universo… pero sólo si no te despeinabas, no hablabas fuerte y sonreías como candidata a reina de la primavera.
Iván Izquierdo, neurobiólogo argentino, asegura que “somos nuestra memoria”.
A las monjas nunca les gustó nada que no fuera femenino. —Y yo, yo jugué con polvo, fui irremediablemente traviesa y siempre corrí antes de que la chancla volara.
Fui ventrílocua de mis propios demonios, domadora de niños y perros callejeros, vendí “cuetes” rellenos de tierra y garbanzos pintados de “brujitas”.
No vine a encajar. Vine a abrir grietas. Vine a incendiar la jaula.
Y he cumplido. Hasta me casé.
Fui la tercera. Total. La tercera es la vencida. Y vencí. Sobreviví a una infancia repleta de “verdaderos dolores de cabeza” por ser la rebelde, la gorda, la “mala estudiante”, la “pelada”, la que no cuadraba con la idea de la feminidad establecida y mucho menos de la “niña bien, la señorita”. Y ni hablar de prudencia. ¿Con qué se come? ¡Guácala!
“Infancia es destino” escribió el psiquiatra mexicano Santiago Ramírez.
—¿Será?
La vida infantil se teje en la adultez. De cosas que se vivieron y de aquellas que creen haberse vivido, pero que en realidad fueron contadas, escuchadas o imaginadas. Se forman recuerdos que no siempre nacen de lo vivido sino más bien de la percepción y sentimiento que se gestaron quizá tiempo después.
—Pero sí, yo sí creo que infancia sea destino, un destino que uno puede torcer y virar, que llegado el momento está en uno seguir sumido en desvelos, secretos y misterios sin resolver o bien, echarlos al almacén de los trastos inservibles y trazar nuevas rutas, caminos empedrados tal vez, pero firmes, llenos de luz que no electrocuta y de andamios que no se pudren. ¿Arroz?
Tocar timbres y salir por piernas…
Hablar por teléfono:
- ¿Hola?
– Hola, disculpe, una pregunta. ¿Tiene lámparas de pie?
– Sí, claro.
– Pues siéntelas, ya han de estar cansadas.
y destornillarnos de risa…
—Pintar las banquetas con gises de colores para trazar las pistas o marcar la coladera central de la calle, justo frente a la casa de la Bruja del 72, como base del “un dos tres por mí y por todos mis compañeros”, que, aunque mil veces fue borrada a cubetazos jamás aguó nuestra niñez…
Así fue crecer en un México donde ser niña no era tanto un privilegio como un ejercicio diario de supervivencia entre los cánones sociales, las expectativas de santidad y la rebelión ante la contradicción.
Feliz Día del Niño, sobre todo para las que aprendimos a correr más rápido que el regaño… y que nunca, nunca, soltamos el balón.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

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