Por Claudia Pérez Atamoros
I. Mi madre, editorial de línea dura
Mi madre fue el equivalente humano a una nota de opinión sin concesiones: seria, sobria, sin foto a color. Un artículo de fondo, con honduras y hondonadas. Ejercía el periodismo como se debería ejercer la maternidad: con entrega y pasión. Prefería investigar verdades que cocinar cenas, y el hogar, más que su hábitat, era su corresponsalía secundaria. En la cocina era una turista ocasional —entraba, observaba, se escandalizaba, salía. Su rol en casa era más de corresponsal de guerra: registraba los daños, analizaba las causas, y delegaba la logística a mi padre. Amaba a su familia, pero no se le notaba… y eso, curiosamente, era lo más evidente. La amé.
La narrativa
Mi madre no era de las que cocinan sopas ni cosen botones; más bien era alérgica —literal y emocionalmente— a todo lo que oliera a hogar tradicional. ¿La querías ver realmente enojada? Bastaba con que “alguien” -quien fuera- le pidiera algo relacionado a los quehaceres domésticos o al rol de madre, madre romantizada, como pedirle un desayuno… Mientras otras madres horneaban galletas, la mía editaba notas, perseguía historias, describía el mundo a través de sus crónicas de viaje o llevaba las cuentas del hogar con pesos y centavos. Y podía caerse el mundo ¡que ella no cerraba el cuaderno de los gastos hasta que encontraba el último céntimo faltante!
Callada, sí, pero con una presencia que llenaba la habitación como si las paredes se enderezaran cuando ella entraba, nos crió más con su presencia que con sus abrazos, más con su puntualidad a las redacciones que con cuentos para dormir. La escuela, los permisos, los horarios: ¡territorio exclusivo de mi padre!, que llevaba la brújula de la familia, inclusive en cuestiones del ámbito del hogar como preparar alimentos o llevarnos de compras. Con ello, ella sostenía la antorcha del ejemplo: el hombre era par, pareja, no dueño y señor.
No tuve que imaginarla en su papel de profesional. Muchas veces la vi, la espié o la acompañé mientras hacía alarde del arte de la entrevista, género que dominó y desde donde yo entendí, que me transmitía con señales de humo –si se quiere ver así– en vez de palabras, el porvenir. Y aunque muchas veces no estuvo, estuvo; y aunque no hablaba mucho y su mirada se difuminaba a través del infinito, me lo dijo todo a su manera: había que estar de pie siempre, con la mirada en alto. Lástima que no me lo tatuara. Me hubiera gustado mí misma madre tan profesional, pero siendo un poco más mamá, de esas que escuchan cuitas y te arropan al dormir. Ándale sí, cómo no, ¿y tu helado de qué sabor lo hubieras querido?
II. La abuela, hacía poesía al cocinar.
Mi abuela cocinaba como Neruda escribiría una oda al arroz blanco sin más ingrediente que su sazón. Ponía poesía en los fideos secos y metáforas en los frijoles. No era afectuosa en el sentido cursi del término, pero tenía una precisión emocional digna de un sonetista renacentista con mandil. Su poesía era lo único que le arrancaba una sonrisa… o una lágrima. No abrazaba, pero su panqué de nata y naranja podían resucitar a un muerto y reconfortar a una nieta apaleada por la vida y el desamor. Su dureza no era crueldad, sino estructura narrativa: sin conflicto, no hay historia.
La descripción
Y mi abuela era otra historia. cocinaba como quien borda un poema sobre fuego lento. Cada platillo era un verso tibio, servido con la precisión de un pentámetro, cada cucharón una metáfora con olor a epazote. No nos decía que nos quería; nos lo servía calientito. Recitaba poesía con voz baja, como si les hablara a los fantasmas familiares que sólo ella conocía. Se negó siempre (como si en ello hubiese pecado y no valentía) a contarme sobre su primer matrimonio y divorcio. Y permaneció fiel al abuelo a pesar de tanto, como si en aquello no hubiera mal ejemplo. Su vida tuvo fondo, métrica, rima y ritmo.
Era de esas mujeres que no se deshacen en cariño, pero que logran que te quedes cerca, por si un día se les escapa una caricia. Dura, sí, como las piedras que guardan calor bajo la sombra; como los personajes de los libros que no se olvidan: esos que no besan, pero salvan. Aprendí con ella que la cocina también es una forma de narrar, y que hay versos que sólo se entienden después de muchos inviernos. Aprendí a leer entre líneas y a entender el subtexto. Era una mujer de pocas palabras, pero con un alfabeto entero escondido entre las manos y llena de poemas que no dejó de recitar jamás. Mi abuela era otra tinta. Poeta sin libro, cocinera sin escuela. Con ella entendí que hay mujeres que dicen “te quiero” con un taco de frijol y que en la cocina se hornean silencios, se cuecen analogías y se sirven metáforas.
III. La que lo parió, versión de bolsillo
La madre de mi padre no fue metáfora. Fue hecho. Lo parió y nada más, jamás. No hay juicio posible cuando no hay historia compartida. Vientre, no cobijo. Roca, no raíz. Hay mujeres que dan la vida, pero no presencia. Y eso también se hereda, aunque duela. A mi padre le tocó nacer sin madre y construirse a sí mismo con lo que encontró: afecto ajeno, esfuerzo propio y silencio heredado.
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