Por Claudia Pérez Atamoros

Hay palabras que se dicen con los dientes apretados y otras con la cola entre las patas. "Tolerancia" es una de ellas. Esa palabra que suena tan bien portada en los discursos y tan mal vivida en las casas. Porque tolerar, no nos hagamos bolas, es apenas aguantarse. Es mirar al otro como quien mira a una gotera: “no me gusta, pero pues ya qué”.Tolerar es el eufemismo bonito para el desprecio disfrazado de corrección y respeto.
Pero adivinen qué, no vinimos al mundo a ser tolerados ni a tolerar. Vinimos a vivir a plenitud, a amar y ser amados. A ser nosotros mismos. Punto. —Y a trabajar para lograrlo.
Porque resulta que el amor y la sexualidad, eso de lo que tanto se habla y tan poco se entiende, no piden permiso ni acta de nacimiento ni certificado de género u orientación.
El amor no revisa genitales ni consulta catecismos. Simplemente llega, se instala y, si se le deja, florece. Pero eso sí: hay que tener el terreno limpio de prejuicios, sin cercas, sin muros, sin espantapájaros ni luces rojas. Porque el amor, como los pájaros, en libertad vive mejor.
¿Y qué hacemos nosotros, los adultos, los padres, los formadores de seres humanos que a veces ni nosotros entendemos? Pues clasificamos. Nos acomodamos. Etiquetamos. Rosa para ellas, azul para ellos. Pantalón para él, falda para ella. Gimnasia para las niñas, futcho para los niños. Amor para todos siempre y cuando sean “normales” o no se salgan del reglamento. Como si la vida fuera un closet de tienda departamental donde todo debe ir colgado por talla, color y temporada. Con patrones estereotipados. E ideas anquilosadas.
¡Basta ya!
Que al armario vayan los prejuicios, los “así me educaron”, las sotanas del miedo y los sermones llenos de cerrazón. Que al ropero se le eche llave cuando sirva para guardar complejos y mentes cuadradas, no identidades. Que las expresiones de odio no tengan ni un cajón en nuestras casas ni una repisa en nuestras vidas.
¿Puede el amor ser pecado? ¿Puede, honestamente, el amor –ese temblor en la voz, ese cosquilleo en el estómago, ese brinco en el pecho, esa necesidad urgente de cuidar al otro como si se tratara de uno mismo– ser motivo de castigo, de juicio, de vergüenza? ¿Puede un abrazo enamorado merecer el infierno, mientras la indiferencia se pasea impune por las calles? ¿Puede señalarse al otro por su sexualidad, por querer descubrir su cuerpo y el de su pareja?
Pecado es negar lo que somos. Marcado debería ser quien señala. Porque si el amor incomoda, si dos manos entrelazadas provocan más escozor que una mentira dicha con sotana o una humillación bien planchada y servida en la mesa familiar, entonces el problema no es el amor. El problema es la mirada. Es el bagaje moralino que perdura.
Nos enseñaron a temer lo que no entendemos. A rechazar lo que no entra por la puerta de las religiones ni en la ancestral tradición familiar. Nos dijeron que el amor tenía forma de hombre y mujer, con vestido blanco, frac y un final feliz patrocinado por el patriarcado. Y cuando el amor no cabe en esa postal, lo mandamos al clóset, lo castigamos, lo corregimos… o hacemos como que no vemos. Lo exorcizamos de la vida del hijo, del alumno, del hermano. Lo callamos. Lo soterramos. Todo para que no se note que nos da miedo.
Pero ¿no es más antinatural mutilar el alma de un hijo que verlo caminar con libertad y sin miedo? ¿No es amoral castrar su sexualidad y sentimiento?
Hay quienes aún viven con el alma encorvada, disculpándose por amar. Avergonzados. Disimulando. Ocultando fotos, borrando mensajes, modulando la voz para que no se note. ¿Eso es lo que queremos seguir heredando? ¿Queremos seguir aniquilando el potencial humano de quienes no ven la vida en blanco y negro? ¿Una vida a medias por culpa de un sistema binario que no cabe ya ni en nuestras computadoras?
El amor no es pecado. Pecado es negar, reprimir, etiquetar. Pecado es juzgar. Un mal acto es pretender que el arcoíris se reduzca a una escala de grises para nuestra comodidad.
Y ojo: no se trata de ser modernos ni progres de café. Se trata de ser humanos. De entender que cada persona es un universo irrepetible, y que el verdadero amor —el de madre, padre, hermano, amigo, pareja— no debería tener condiciones ni contratos. Dejar de amar a alguien por su forma de amar no es amor, es chantaje. Es infamia también.
Así que dejemos de fingir apertura mientras seguimos cerrando puertas. Que al clóset vayan los trajes grises del “deber ser”. Que en el ropero se encierren, con candado, los discursos disfrazados de preocupación moral y pseudo científicos. Que las terapias de conversión se disuelvan en el ácido de la vergüenza histórica. Que el bochorno recaiga en aquellos que señalan por ignorancia o miedo…
Y que, por fin, abramos la ventana. Porque allá afuera, aunque a algunos les arda la retina, brilla un arcoíris. Y en él cabemos todos.
Sin tolerancias. Con respeto. Con amor.
Y sin miedo.
Porque el problema —si aún queda alguien con ganas de vivir en este siglo—, es que nos han enseñado a obedecer antes que a pensar. A repetir antes que a cuestionar. Y claro, en ese hábito de obediencia bien domesticada, nos tragamos enterito que el amor viene con instructivo, código de barras y fecha de caducidad.
Nos da miedo que el hijo se pinte las uñas, se perfore el lóbulo pero no que repita discursos de odio. Nos asusta que dos hombres se besen pero no que uno medio mate a su mujer. Nos alarma más ver a una niña con novia que a un adulto enseñándole a callar para encajar. Nos espanta que alguien ame fuera del molde, pero no que viva metido en un matrimonio infeliz como si fuera penitencia.
¿Dónde está la lógica? ¿Dónde, el sentido común? ¿O ya también lo mandamos al clóset, junto con el amor sin condición y la inteligencia emocional?
Decimos que defendemos a la familia, pero atacamos a nuestros propios hijos. Decimos que creemos en alguien divino, pero negamos su creación cuando ésta no nos acomoda. Somos expertos en hablar de amor incondicional… Y condicionarlo al por mayor.
Que si no te vistes así. Que si no te enamoras de fulano. Que si no me haces quedar mal. Que si no le das gusto a fulano, sutano y mengano.
Que no le vayas a decir a tu tía, a tu primo, a tu amiga…
Nos preocupamos por lo que dirán los demás y, mientras tanto, los hijos crecen aprendiendo a esconderse. A mentir. A vivir en la sombra de sí mismos. Y del qué dirán.
Y no, no es cierto que "no estábamos preparados". Lo que no estamos es dispuestos. A dejar de controlar, a dejar de ser el juez y parte, a bajarnos de la falsa superioridad moral de quien cree tener la verdad de su lado solo porque repite lo que le dijeron. O porque es heterosexual.
A ver si nos queda claro de una buena vez: no hay que preparar al niño para un mundo hostil. Hay que preparar al mundo para que no sea hostil con ese niño. O niña. O niñe.
Porque si lo que más te asusta es que tu hijo ame a quien quiera, entonces el problema no es el amor: el problema eres tú.
Y sí, tal vez duele. Duele desmontar siglos de adoctrinamiento. Duele soltar. Duele aceptar que el mundo es más grande que nuestra cabeza de chorlito. Pero vale la pena. Porque lo contrario, perpetuar la violencia en nombre del orden y la decencia, es un crimen.
¿Sabes qué es un milagro?Un hijo que se atreve a amarse tal como es.Un padre o madre que, en vez de ignorarlo, “corregirlo”, lo abraza y lo hace sentirse amado. No basta con decir: “Estoy contigo”. Una familia que prefiere ser refugio que tribunal.
Esos son los verdaderos milagros.Los que no salen en estampitas pero salvan vidas.
Así que, padres del mundo, exorcicen sus miedos, saquen a pasear sus cerebros y desempolven sus corazones. Ya estuvo suave de criar niños rotos solo porque no supimos reparar nuestras grietas, o preferimos abrazar prejuicios.
La vida no es binaria.Es colorida.
El amor no necesita permiso.Y la libertad no cabe en las doctrinas.
Que los colores del arcoíris no nos cieguen: que nos iluminen; que cada color sea un camino recorrido codo a codo.
Y que el próximo desfile del orgullo no sea solo de quienes han luchado por existir… sino también de los que, por fin, se atrevieron a acompañar sin juzgar.
—Porque al final, de eso se trata este asunto: De amar sin condiciones. Y vivir sin etiquetas. Como debe ser. Tal cual.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

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