Por Claudia Pérez Atamoros

Entradilla
En este país donde “padre” puede significar desde ¡Qué chido! hasta se fue por cigarros… Hoy me permito una función íntima —sin boletos ni butacas numeradas— dedicada a cuatro hombres que no solo fueron padres, sino que lo han sido con todas, todas sus letras.
Porque ser padre a toda madre no es una contradicción. Es una revolución.Una que se escribe con presencia, se actúa con amor y se dirige con la cabeza en su lugar.
Acto I: El Compañero
(Se alza el telón. La escena es un hogar con aroma a libros y música que va de la trova al jazz. Hay carcajadas. Hay ternura. En medio, él, sin corona, pero con toga paternal.)
El padre que no mandó, sino que acompañó.Que no fue jefe de nada, pero sí líder de todo lo esencial.Llegó con discos bajo el brazo, con una copa lista para brindar por lo cotidiano, con orejas bien abiertas y una risa que cura.
Crió desde la ternura sin perder la hombría.No pidió obediencia ciega, sembró respeto lúcido.Fue brújula, sin volverse mapa.Y refugio, sin convertirse en cárcel.
A nuestros hijos les enseñó a pensar(se), a cuestionar(se), a volver(se) sobre sí mismos.Les regaló la música, el cine, la palabra. Les heredó el arte de hacer preguntas y buscar respuestas.
En la adolescencia fue cónsul paciente.En la adultez, faro cómplice.
Hoy es ocurrencia sabia y ternura sin fecha de caducidad.
Un padre sin manual, pero con alma de editorial.Uno que prefiere el diálogo al discurso, la presencia al aplauso.Uno que merece no un diploma ni una medalla, sino ese abrazo largo que huele a hogar y a pertenencia.Y sí, prefiere que lo celebren diario, sin corbatas ni desayunos forzados. Porque así también enseña. Y esa, créanme, también es una gran lección.
Acto II: El Padre
(Una escena íntima. Una caja de herramientas, un diccionario, un vaso con un ruso negro. Y un hombre que se inventó a sí mismo para romper con la genealogía del desamor.)
Mi padre no heredó amor. Lo construyó.Donde hubo ausencias, él puso anécdotas.Donde hubo gritos, él eligió historias.Donde lo sentaron a comer con perros, él me enseñó a sentarme con dignidad.
No hubo abrazos —nadie se los enseñó—, pero sí hubo miradas. Y presencia. Y un orgullo que se podía tocar.Me mostró que ser mujer no es menor, sino otra forma de ser más.Me habló como igual. Me pensó capaz. Me dio valor.
Construyó su paternidad sin planos, pero con amor necio.Me enseñó mecánica, medicina, carpintería, filosofía y el arte de observar.Fue tormenta y refugio. Rigor y ternura mal disimulada.Me dejó una infancia de muchos colores, aunque algunos duelan.
Fue brújula y puerto. A veces viento en contra, pero siempre barco firme.Y así, sin fórmulas ni frases de Hallmark, me dejó la certeza de que su mejor acto de amor fue quedarse.
Acto III: El Suegro
(La escena: un jardín que huele a tierra húmeda y sobremesas largas. Al centro, un hombre de sonrisa ancha y palabras que valen oro.)
Él no dejó herencias materiales.Dejó algo más valioso: eco.
Le enseñó a su hijo —mi compañero— que ser hombre no implica callarse, ni imponer, ni endurecerse.Le mostró que se puede amar la tierra, cabalgar a pelo, y usar la palabra y la libertad al mismo tiempo.Crió hablando. Y su voz sigue viva en nuestras sobremesas.
Era de los que convertían la conversación en cátedra.Que hacían del paseo a caballo una lección de vida.Que sabían escuchar y sabían reír. Y reía como quien abraza.
No dejó un hueco.Dejó una biblioteca emocional.Un eco que resuena en cada gesto de mi pareja, en cada pregunta de mis hijos, en cada domingo sin reloj.
Acto IV: El Abuelo
(Una escena en sepia. Un hombre entre la tradición y la transgresión, con bigote de época y cerebro de futuro.)
Mi abuelo fue una contradicción adorable, constante.Un macho con licencia para llorar. Un padre con permiso para amar.Un feminista que no conocía la palabra, pero sí el concepto.
Defendió a las mujeres en su logia masónica, en Puerto México, cuando eso no daba aplausos, sino problemas.A mi madre le dijo: “Sé lo que quieras, pero sé”Y a mí, me enseñó a tirar con pistola y escopeta, pero también a leer lo que fuera, a no creerme nada sin dudarlo antes.
Era amor en camisa de franela.Sabiduría disfrazada de broma de cantina.Y coraje con ternura. Políglota de lenguas y emociones.
Fue abuelo, nunca cómplice.Y sí: hablaba como los de antes.Pero vivía como los del futuro.
Epílogo (sin moño y sin remordimientos)
(Suena un saxofón. No hay aplauso de fondo: hay silencio reverente.)
Este póquer de reyes no se leyó ningún manual.Aprendió en la trinchera del día a día.Construyó con agallas, con razón, con afecto y una que otra contradicción.
Nunca se escondieron detrás de un “yo soy así”.No usaron la fuerza como argumento ni el silencio como castigo.Fueron vulnerables sin perder autoridad. Fuertes sin necesidad de gritar.
Odio con odio jarocho esta festividad. Pero hoy rindo homenaje a ese cuarteto que bien merecido lo tienen. No sólo hoy sino todos los días del resto de mi vida.
¡Qué padre que fueron padres de verdad!¡Qué padre que supieron ser hombres a toda madre!¡Qué padre que su legado no hace ruido, pero pesa!¡Qué padre que son mi linaje, mi estirpe, mi tribu!
(Fin de la función. Pero que nunca caiga el telón sobre el acto más entrañable de todos: ser padre con todas sus letras, de la cabeza a los pies)
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

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