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Por Claudia Pérez Atamoros

En aquél México que parece que se nos escurrió entre las manos nacíamos entre matracas, sonajas y muñecas de trapo con olor a canela y talco mennen. Naranja dulce, limón partido, dame un abrazo que yo te pido. Así empezaban  las despedidas más tiernas de la infancia. Uno no lo sabía, pero ahí ya estaba el país entero resumido: dulzura, picardía y dramatismo, todo envuelto en una ronda infantil.

Hoy, México no solo es un país que come sabroso y reza fuerte cuando necesita algo, es juguetón, pícaro, humano. También indiferente, egoísta, dividido. Es el mejor ejemplo de cómo los extremos no siempre se tocan, es dicotomía pura y dura. Y en ninguna otra etapa de la vida se revela mejor esa identidad nacional que en la infancia, esa en donde se forjan los sueños y anhelos; en donde crecen demonios y se cometen abusos.

Jugar en México ha sido siempre una manera de sobrevivir con dignidad y cantar, una forma de narrar lo que nadie se atrevía a escribir. En esta nación un trompo enseña física, la lotería sociología, y el balero, paciencia franciscana. Un país donde las canciones infantiles tienen más carga social,  política y filosófica que algunas conferencias matutinas. 

El balero, por ejemplo. Una pieza de madera, una cuerda, una copa que parecía imposible de encajar… y sin embargo, ahí estábamos, dándole como si en ello nos fuera la vida. El balero se volvió rito de paso, prueba de temple y a veces hasta arma de defensa personal (si no me cree, pregúntele a cualquier primo que haya recibido un golpazo de esos por error o por berrinche). ¡Ése, mí valedor!

Y qué decir del trompo. Otra obra maestra de la física aplicada sin manual. El que se lanza envuelto en mecates de colores y da vueltas como político en campaña. Que si se cuarteaba, se le clavaba una tachuela en la punta. Que si no giraba bonito, se tallaba con lija. Que si ya bailaba elegante, se presumía en la cuadra como trofeo. ¡Échate ese trompo a la uña! El trompo no era solo un juguete: era una metáfora giratoria de la paciencia, la técnica y la necedad con estilo. 

Luego estaba el yoyo: prueba irrefutable de que el orgullo nacional no necesita Wi-Fi. En México lo elevamos a espectáculo desde los años cincuenta, cuando llegaron los torneos patrocinados por marcas de refresco y se volvió más importante saber hacer "la vuelta al mundo" o "el perrito" que sacar diez en cálculo. Y ahí, en esos yoyos de plástico con luces, –que no pudieron desplazar a los de  madera-  nació una obsesión por la precisión que nunca se nos fue del todo: nos quedó el yoyísmo, que ni qué.

La lotería, por supuesto, merece capítulo aparte. Porque más que un juego, es una clase de sociología ilustrada. Ahí están nuestros arquetipos: el valiente, la dama, el diablo, la sirena, el borracho (¡cómo no!). La lotería no solo enseñaba vocabulario, enseñaba a gritar con estilo, cada carta es una postal de México.  LLegada de España, acá la volvimos nuestra. ¡La Catrina!

Y ahí, entre el juego y la calle, la música. ¿Cómo olvidar “La víbora de la mar”? Aquello era una lección anticipada de caos, resistencia y romanticismo absurdo. Si te atrapaban, eras cebolla o jitomate, lo cual no era castigo sino destino vegetal. Y ahí quedaba claro que el juego de manos no era de villanos. Y desde entonces quizá también nació la afición vegetariana…

O Doña Blanca cubierta de pilares de oro y plata… ¿No era acaso la telenovela en versión coreo de patio de vecindad? Una doña que estaba sitiada por sus pilares, asediada por el león, y salvada por su valiente, todo al ritmo de palmadas y carreras. Hay quien dice que ahí se hablaba de encierros femeninos, de castillos mentales o de matrimonios por rescate. Quizá. O quizá solo era nuestra forma de entender el peligro como algo que se podía burlar cantando. 

Ni hablar de “Estaba la rana sentada cantando debajo del agua…”, esa joya acumulativa que ponía a prueba la memoria y el aguante pulmonar. Cada animal traía al siguiente, hasta formar una ópera doméstica que incluía al juez, al carnicero, al gato, al perro, al palo, al fuego y, finalmente, a la rana de nuevo. Como el sistema político mexicano: todo regresa a donde empezó. 

Y en “Arroz con leche”, esa dulce trampa del matrimonio precoz, aprendimos que los juegos también adoctrinan. Que el niño busca una mujer que sepa coser, que sepa bordar, que sepa abrir la puerta para ir a jugar. Y nadie protestaba. Hasta ahora, claro, que ya tenemos niñas que paren a los 11 y las casan con rucos de 60. Sin olvidar los reels que sube el ídolo en decadencia apodado El Chicharito en donde no puede ser más misógino y zafio –y culero, dicen…

Todas estas canciones y juegos no fueron inocentes. Fueron pedagogías sin aula, rituales sin templo, cuentos sin libro. Nos llegaron de fuera, algunas, pero las adaptamos a la idiosincrasia nuestra , al campo, a la calle y al recreo a pleno sol. ¡Qué bloqueador ni qué ocho cuartos! 

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