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Por Claudia Pérez Atamoros

La escena ya es parte del folclor contemporáneo: la cámara enfoca a una parejita entradita en años —aparentemente inofensiva— y en lugar del beso esperado, ella se voltea como si hubiera visto a la suegra escupiéndole su moral extraviada; él, se agacha como buscando algo… ¿la dignidad?, ¿la salida de emergencia? El estadio entero capta el cortocircuito: no hay beso, hay culpa. Y Coldplay sonando de fondo, como si fuera el soundtrack de la vergüenza. Literal: “los cacharon con las manos en la masa”... aunque no era precisamente masa.

Una cosa es que te cachen por WhatsApp con un “cómo te extraño, eres mi vida” mal enviado, y otra es la exhibida pública en pantalla gigante.

Y que quede claro: la infidelidad no nació con Tinder ni con los after office de Recursos Humanos. Viene desde el Génesis. Adán (sí, el de la Biblia, no el de Morena) no fue infiel, pero sí fue el pionero en echar culpas y esconderse entre los arbustos como si Dios no tuviera geolocalización divina. Desde entonces, empezó la cadena de “yo no fui”, “me convenció”, “no sé en qué estaba pensando” y el cubrirse las vergüenzas... literal y figuradamente.

Porque la infidelidad es tan humana como la negación posterior. Ha dormido en camas reales, despachos políticos y cuartuchos de hotel.

Hace poco más de una semana pasó en Massachusetts, no en un motel de Tlalpan. En pleno concierto de Coldplay: luces, pantallas y Andy Byron, CEO de Astronomer (una empresa de análisis de datos… que no detectó el suyo propio), junto a Kristin Cabot, directora de Recursos Humanos. ¡Ajá! Especialista en seleccionar perfiles… muy de cerca.

La infidelidad, aunque triste, suele tener la lógica de comedia de enredos: “Fue sin querer queriendo”, “¡es solo una amiga, Doña Florinda!”. Y ya que hablamos de enredos, recordemos la vecindad más famosa del continente. Ahí también hubo amor, risas… y canas al aire. Roberto Gómez Bolaños dejó a su esposa y se casó con Florinda Meza. No fue ficción: fue el detrás de cámaras que ahora HBO Max explota con nostalgia monetizable. Otra infidelidad contada, vendida y en streaming.

Volvamos al estadio. En 24 horas, TikTok ya los había canonizado como Romeo y Julieta del ridículo corporativo. Más de 60 millones de vistas y un CEO firmando su renuncia. Porque en tiempos post-Shakira, lo personal es capital reputacional. Una cosa es ser infiel con discreción ejecutiva y otra hacerlo en 4K con Coldplay en el fondo.

Fue la versión HD de cuando Doña Florinda descubre a Don Ramón coqueteando con la Bruja del 71. Solo faltó la cachetada con sincronía olímpica.

Pero ojo: no lancemos piedras sin revisar nuestro propio historial. La infidelidad es la coartada más usada después de “es por el bien del pueblo”. Las excusas evolucionan con el WiFi:

—“Estás loca” (ya no aplica, te grabaron). —“¿Le vas a creer más a la cámara que a mí?” (¡pos sí!). —“Solo somos cuates” (¿y así se abrazan los cuates, ninja?).

¿Ejemplos? Gerard Piqué, exhibido por un frasco de mermelada. Shakira, que ni distraída ni ingenua, notó que su confitura bajaba misteriosamente. Resultado: ruptura, canción viral, sesión con Bizarrap y venganza dulce. Literal. ¿Quién necesita a Sherlock si tienes a una latina empoderada, un frasco de fresa y Spotify?

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