Por Claudia Pérez Atamoros
A ver si nos va cayendo el veinte de que la provincia mexicana tiene una historia periodística, artística y social de talla monumental. Parece que en México, para ser tomado en serio hay que nacer varón, vivir en la Roma-Condesa y tener una beca del Fonca (perdón, del extinto Fonca: la beca sin patria). Pero si una nace mujer, en Tepic, Nayarit, y encima se le ocurre ser caricaturista, entonces el sistema cultural, ingrato y machista, le arma una trampa perfecta: te elogian condescendientemente (“mujercita inteligente y bella”), te toleran como rareza regional, y luego te esconden en el cajón de las “figuras locales”, que es el equivalente institucional del olvido.
Emilia Ortiz —sí, esa misma que caricaturizó políticos desde los 16 años mientras otras bordaban pañuelitos con sus iniciales — nació en 1917 en el Nayarit profundo. ¿Por qué no la registran los pocos libros –escritos por hombres- sobre la historia de la caricatura en México? La respuesta es obvia. Nos corresponde a nosotras darle su lugar como la primera caricaturista nayarita. ¿Habrá otras?
Para que no digan que todo lo inventamos nosotras las periodistas de oficio, ahí están los archivos: El Nacional, año 1933, le publicó cinco caricaturas donde pone en su lugar (con línea firme y ceja arqueada) a varios notables del terruño. Y eso que aún no existía el INE para multarla por "expresiones violentas".
A esa edad, los muchachitos de la capital aprendían a pedir permiso a Diego Rivera para alzar el pincel, y Emilia ya estaba retratando a los caciques locales con ese humor negro que a la fecha no le perdonan. Porque una mujer puede pintar flores, puede llorar en acrílico, puede hasta cantar en un festival. Pero caricaturizar al poder, eso sí que no. Menos si es del norte y ni siquiera dice “chilangolandia”. ¡Pregúntenle a la morelense Ele!
Cuando Emilia Ortiz decidió cruzar la sierra rumbo a la gran Ciudad de México, lo hizo con talento bajo el brazo y una hermana como cómplice. Entró a San Carlos (no al convento, aunque el trato fue igual de hostil) y ahí aprendió lo que ya sabía: que para el arte, las mujeres de provincia “somos exóticas si pintamos lo que esperan de nosotras, y problemáticas si nos atrevemos a opinar”.
Y Emilia opinaba. ¡Imagínense! Con el pincel, con el carboncillo, con las acuarelas. Lo hacía sobre los coras, los huicholes, sobre las calaveras vivientes de la política y los espectros de cuello blanco. Opinaba con dibujos que no pedían permiso. Más de cuatro mil obras dejó, para que luego digan que no hizo suficiente “trayectoria”.
Pero, ay, la bendita centralización del prestigio. Mientras en Bellas Artes exponían por enésima vez a los mismos muralistas con discursos reciclados, Emilia Ortiz fundaba un estilo, una mirada y su propio museo... en su tierra. Ahí está el Centro de Arte Contemporáneo Emilia Ortiz, que no está en Coyoacán ni en San Miguel de Allende, sino en Tepic. ¡Qué horror!. ¿Qué hace el arte allá donde no hay galerías gourmet ni coloquios con canapés?
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