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Por Claudia Pérez Atamoros

Unos salieron del delirio de un don de La Merced. Otros, de la entraña de los cerros zapotecos. Pero todos están igual de locos y coloridos. ¿A poco no?

En este país donde lo mágico se lleva de a cuates con lo imposible, nacieron  unos seres fantásticos que se llaman alebrijes. A unos los  armaron con puro engrudo y alambre en el corazón de la capirucha mexicana tras un duermevela delirante; a los otros, los crearon a partir de la madera y los sueños viejos en tierras oaxaqueñas. Y aunque todos se ven igual de alucinantes y en cada uno emerge una belleza mágica, la verdad es que hay tiro y gacho: ¿Quién los inventó? ¿De quién son? 

Chale, ¿por qué nos encanta pelearnos por todo, hasta por los monstruos? ¿Por qué esa necedad absurda de siempre querer ser el primero?. ¿Realmente importa cuando la belleza no duele sino enaltece la garra y el ingenio de los mexas para crear monstruos con significados espirituales y estéticos dignos de la mejor película de Del Toro con todo y su ingenuidad y ternura?

Aquí, donde las piñatas conviven con la lucha libre y los judá; y lo popular siempre le gana a lo solemne, nacieron los alebrijes: esos animalitos locos con cuerpo de perro, alas de gallina, cuernos de chivo y cara de no-sé-qué, que igual espantan que enamoran. Cuentan —y aquí no hay pierde— que por allá de 1936, un don, Pedro Linares, cartonero de La Merced, cayó malísimo. Le dio una de esas fiebres que te tumban y te hacen ver cosas que ni el peyote. En su viaje, soñó con criaturas rarísimas que le gritaban “¡alebrijes! ¡alebrijes!”. Cuando despertó, no pidió agua, pidió papel periódico, engrudo, tijeras, y empezó a darles forma. De ahí salieron los primeros: flacos, chuecos, llenos de color y con cara de “te vigilo mientras duermes”. 

La cosa es que esos alebrijes, que al principio eran puro arte de barrio, se empezaron a mover en los círculos de los meros meros. Diego Rivera y Frida Kahlo se enamoraron de ellos, los gringos también, y de pronto, ¡pum!, se volvió arte de exportación. Pero eso sí: don Pedro nunca registró la marca, ni cobró regalías, ni se hizo rico. Porque aquí, como siempre, el arte popular se aplaude, pero no se paga. Siempre se regatea.

Y mientras eso pasaba en la capital, allá por los rumbos de Oaxaca, la raza zapoteca ya tenía sus propios monstruos: los nahuales. Esos sí son de sangre antigua, de los que te cuidan o te asustan desde que naces. Los artesanos oaxaqueños, en particular Manuel Jiménez Ramírez, del pueblo de Arrazola, vieron en los alebrijes un primo lejano, y dijeron: “vamos a tallarlos en madera, con paciencia y tantito mezcal”. Y vaya que lo hicieron. Hoy, en pueblos como Tilcajete o Arrazola, los alebrijes salen de un tronco de copal y se llenan de puntitos, rayitas y colores que te dejan bizco y con la boca abierta, babeante.

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