Por Claudia Pérez Atamoros
La periodista de la resistencia, la voz que nunca calló. La impulsora del feminismo mexicano.
En este país donde todas las mujeres nacen a diario como pioneras y a diario se les entierra como anónimas, hay una (una más) que logró desafiar esa lógica con mucho reporteo, harta tinta, y otro tanto de audacia: Adelina Zendejas Gómez.
De esas reporteras que no necesitaron nada más que su talento para tener voz —ni siquiera utilizó por mucho tiempo su nombre propio, porque a veces firmó como “Gerardo”, otras como “Yolia”, y a ratos con seudónimos tan múltiples que ni sus tataranietos (imaginarios) podrían rastrear en Google. Fue periodista, feminista, maestra, comunista, columnista, activista, amiga y la eterna Adelina Zendejas de la vida nacional. Y aún así, el reconocimiento se le escatima aún. Cuesta darle su lugar y su justo valor. Muchas, muchos y muches periodistas ni imaginan su camino y legado. Y peor aún, ignoran que son gracias a que ella fue.
Nació en Toluca en 1909, en una época donde las mujeres sabían sumar silencios y multiplicar hijos. Pero Adelina eligió leer, polemizar y escribir. De familia obrera —ferrocarrilero él, su padre; rebelde ella, su amada madre—, a base de costuras y clases particulares se abrió paso hasta la Escuela Nacional Preparatoria, donde compartió pasillos con una joven de ceja unitaria que años más tarde sería idolatrada a nivel mundial: Frida Kahlo.
Fue de las primeras mexicanas que combinaron la pluma con la protesta, sin necesidad de sombrero ni megáfono. A los 14 años escribió su primer artículo sobre los derechos de la mujer e inició su labor periodística en la revista semanal toluqueña “Acción Social” y posteriormente en los periódicos de la capital “Policromías” y “Cóndor” (NoemíAtamoros, Excélsior, 1972). En 1924, antes de cumplir los 15 años, estando en la preparatoria comenzó su lucha y simpatía por los obreros y campesinos, los grandes perdedores de la post revolución.
Terminó Filosofía y Letras en la UNAM a los 19 años (formó parte de aquellas primeras cien mujeres que se sentaron en las aulas universitarias) y mientras otras apenas pensaban en casarse, ella ya discutía y se enfrentaba mentalmente a grandes pensadores como Aristóteles. Era una mujer que se sabía talentosa y le faltaba tiempo para comerse el mundo en un solo bocado. De ahí en adelante, ya no paró. Por pasión, convicción y absoluta necesidad.
En 1928, el mismo año en que se graduó, comenzó a publicar en El Universal Gráfico y como ella misma contó en entrevista con Atamoros, lo hizo en “una sección hórrida” con una columna titulada “Paréntesis Sentimental”. —Pero era la única forma de entrar al periodismo formal. Eso sí -confiesa- “no me salvé de pasar la prueba de fuego de cubrir la nota roja. Jacobo Dalevuelta, que era un maestro, siempre me cuidó. Mandaba a un reportero junto conmigo. Él me hizo reportear en una época en que la necesidad me hizo buscar trabajo en las condiciones que fuera como la guardia nocturna”. —Lo que yo sufría a esas horas (cuatro o cinco de la madrugada) para conseguir transporte, es inenarrable.
Y, sin embargo, añade en tan entrañable e íntima conversación publicada en la Sección B, “mi primer trabajo pagado ya periodístico (cinco pesos) fue una crítica a una preciosa exposición fotográfica de Agustín Jiménez que se publicó en Revista de Revistas en 1928”.
También escribió para Excélsior, Siempre!, El Popular, La Voz de México, y vaya usted a saber cuántos más, porque a veces se firmaba como “Yolia”, a veces utilizaba otros apelativos y otras tantas simplemente se escondía entre los márgenes. Como firmar con falda no abría puertas, se inventó a “Gerardo”, su alter ego masculino. En esa época, más que pseudónimo, era parapeto.
Para El Nacional cubrió la fuente de educación. Para la revista creada a raíz de la autonomía universitaria fungió como jefa de redacción. Fue articulista de fondo para la revista “Mujeres” bajo el pseudónimo de Victoria Miranda. Tuvo otra columna en “donde se trataba de una lideresa de barrio que se las sabía de todas todas, que discutía con una mujer del pueblo y esa la firmé siempre con un pseudónimo al que quiero mucho: Mara Blasco”.
Pero no nos equivoquemos: detrás del disfraz editorial de aquella tímida Adelina, había una voz firme que incomodaba desde lo entrañable. En 1963, con la columna “Ellas y la vida” en el periódico El Día (que duró la friolera de 18 años), y bajo el pseudónimo de Yolia, sacó el feminismo de la academia y lo metió en la cocina, en las guarderías, en la maquila y en los anuncios de empleo donde “se solicita mujer joven, soltera y sin compromisos”. Que nos disculpe la RAE, pero ella sí conjugó el verbo “concienciar” con mayúsculas. Escribió durante casi dos décadas con esa firma suave: Yolia. Y desde ahí denunció la explotación infantil, la maternidad sin derechos, la mujer sin sueldo y el patriarcado con presupuesto. Nadie puede regatearle el adjetivo de pionera del feminismo mexicano.
En 1983 apareció en la sección B del periódico Excélsior, por vez primera, la columna Binomio firmada ahora sí, por primera vez, con su nombre: Adelina Zendejas
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