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Por Claudia Pérez Atamoros

Caminar por la Ciudad de México debería ser un derecho cotidiano, casi automático. Pero aquí, caminar es una auténtica hazaña. Hay pocas cosas que definan mejor el caos urbano mexicano que una banqueta. Y la banqueta, esa franja que separa lo humano del caos vehicular, se ha convertido en una pista de obstáculos cruel, muchas veces burlona, otras veces francamente peligrosa. Aquí no caminas: sobrevives. Porque entre baches, grietas, postes plantados en medio del paso, raíces asesinas y banquetas mutiladas, el guamazo no es una posibilidad: es una cita pendiente.


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Basta con caminar unas cuantas cuadras —da igual si estás en la Doctores, en la Roma, en Iztapalapa, Santa Fe o en Polanco— para ver el desastre. Las banquetas están rotas, hundidas, parchadas a medias, invadidas por negocios ambulantes o de plano inexistentes. Algunas se levantan como placas tectónicas de concreto que esperan el tobillo de un distraído. Otras se deshacen bajo el paso de los años sin que a nadie parezca importarle.

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