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Por Claudia Pérez Atamoros
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Hay frases que resumen siglos de machismo con precisión impecable. Una de ellas: “¡Pinche loca, estás menopáusica!”. No falla. Se lanza como dardo envenenado cada vez que una mujer madura levanta la voz, suda sin pudor o dice que no quiere aguantar estupideces.

Aquí se barre, se lava y se plancha con datos duros y hormonas blandas.

La menopausia no es un evento, es una maratón sin medalla. No llega un martes y se va el jueves. Puede durar, según la ciencia (esa que casi siempre estudia cuerpos masculinos), entre 7 y 14 años. Sí, más que una presidencia mexicana, un matrimonio promedio o el tiempo que tardan en mal reparar un bache en la Ciudad de México.

Durante ese lapso, el cuerpo hace huelga. Los ovarios bajan la cortina y se jubilan. ¿Sin aviso? El estrógeno se desploma y una se convierte en un volcán con bochornos que podrían derretir los polos. El cuerpo se convierte en un sauna portátil.

Los especialistas lo llaman sofocos, pero más bien parecen vergüenzas térmicas: oleadas de fuego que te suben por el cuello justo cuando estás en junta o en el súper. Son los bochornos y lo bochornoso del cambio vital: un incendio espontáneo que quema y arrasa con todo y sin paciencia. ¿Con qué se come eso?

Los cambios de humor llegan como tráfico en hora pico. Subes, bajas, te cambias de carril, intentas meter segunda, frenas en seco, y te estacionas en la lágrima sin motivo. Hay días en que todo fluye, y otros en que la vida parece cualquier calle de la ciudad: llena de hoyos, ambulantes y caos emocional. El cuerpo se vuelve metáfora de la ciudad: resistente, colapsado, vivo a pesar del desmadre.

La pérdida de calcio, por su parte, tiene algo poéticamente liberador. Se te van los huesos, pero también los miedos. Te vuelves más liviana en la osamenta y más pesada en opinión. Ya no tiemblas ante el qué dirán; se fractura la culpa antes que una costilla.

Y el aumento de peso… ah, ese compañero fiel. Mientras los precios suben, tú también. Es la inflación hormonal. El metabolismo se declara en paro nacional, y cada antojo se cotiza en kilos. Pero ya no da culpa: da hambre. Hambre de tiempo propio, de silencio, de no pedir perdón por existir con calores y con carácter.

La menopausia es, en realidad, una revolución biológica. No es el fin de nada, es el reajuste del sistema operativo. Se apagan los ciclos, pero se enciende la lucidez. El cuerpo cambia, pero el ingenio se afila. La lengua también. El alma se vuelve una ciudad con baches emocionales, pero, oye, seguimos circulando. Las hormonas se desordenan, pero la mente se ordena: una empieza a ver con claridad a quién quiere, qué tolera y a quién manda a… ese lugar bautizado como rancho y retiro de ya saben quién. ¿No? A la Chingada, pues.

Así que la próxima vez que alguien te diga “¡pinche loca, estás menopáusica!”, sonríe con tu mejor sofoco, cuenta hasta diez y contesta:

—Sí, menopáusica, lúcida y libre. Arde mi cuerpo, pero no de vergüenza. Ya no me coso al primer hervor, pero tampoco me prendo con y por cualquiera.

Me quedo con mi cuerpo y honro mi tiempo.

Es bioquímica, con doctorado en resistencia.

Por cierto, ¿ya te hiciste la mastografía? ¿El papanicolaou?

✍🏻
@perezata

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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