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Por Claudia Pérez Atamoros
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En 1988, México se sentó frente al televisor como quien asiste a misa.El templo se llamaba Mala Noche… ¡No!, y en el altar brillaba Verónica Castro, reina del horario estelar.Y ahí, bajo los reflectores, Enrique Guzmán extendió la mano con la impunidad de quien se sabe intocable.“Sin querer queriendo”, dijo el gesto.Y tocó. Le tocó los senos a La Vero.

El estudio se cimbró entre risas y aplausos.

El país entero rió.Los diarios titularon con signos de admiración.El acoso se llamó “broma”, la invasión “química”, la vergüenza “momento televisivo”.Verónica no se indignó: lo monetizó. Versión antigua de “las mujeres no lloran, facturan” 

Lo volvió a invitar. Donde hubo agravio, olió a negocio.

La segunda noche llegó con utilería y script: un pectoral plateado, un escudo de fantasía que brillaba más que protegía.

Él la miró, desconcertado:—¿Y eso? Y ella, engullendo la cámara, respondió lo escrito: —Es que no sabía si ibas a volver a tocarme. El público aplaudió. Guzmán rió. Y esta vez, las manos que antes se alzaron al pecho descendieron a las nalgas. El país volvió a celebrar. La manoseada se volvió show. El agravio, parte del guión. Las risas, aplausos enlatados de una cultura que confundía abuso con carisma.

Décadas después, otra mano repite la escena. Ya no bajo reflectores, sino bajo el sol, los influjos de alguna droga y del “macho power”. Ya no frente a un público hipnotizado, sino ante un país distinto. Un hombre se acerca y toca sin permiso a la presidenta de México. El mismo reflejo. La misma costumbre. Las mismas manos de siempre, buscando cuerpo ajeno para sentirse poderosas.

Solo que ahora, la cámara no aplaude.Ahora, el gesto se congela en repudio.

Ya no hay risa ni escudo brillante, solo una mujer que se queda quieta, con la dignidad intacta, y un país que por fin entiende lo que ve.

Entre ambas escenas cabe toda una historia nacional: la del manoseo como deporte, la del cuerpo femenino como territorio, la del abuso convertido en entretenimiento. De la palmada al aplauso, del aplauso al silencio, del silencio al ya basta.

El país cambió de escenografía, pero no de manos. Las mismas que antes tocaban, hoy tiemblan. Las que creían tener permiso, ahora cargan con el peso del repudio. Porque cuando una mujer deja de reír, se acaba el show.

Antes, todo por el rating. Hoy, todo por la dignidad. Y las manos que no aprendan la diferencia, que se preparen para arder.

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@perezata

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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