Por Claudia Pérez Atamoros

La poética de Del Toro es un altar gótico a la ternura: donde el monstruo no asusta, conmueve; donde la herida se vuelve arte y el horror, un pretexto para hablar del amor que no supimos dar. Su cine es eso: un rezo entre cicatrices, una plegaria para los que aún creen que la belleza también sangra. Una oda al abrazo no dado. Una elegía al apapacho dado.

Hay directores que hacen películas y hay otros —muy pocos— que hacen milagros. Guillermo del Toro pertenece a esa especie en extinción: la de los cineastas que, en lugar de contar una historia, te abren el pecho y te dejan ver lo que hay dentro. Y sí: otra vez la volvió a hacer. Esta vez con Frankenstein, su criatura más íntima, más humana y más dolorosamente hermosa. Es un monumento a lo que somos. Humanos imperfectos.

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