Por Claudia Pérez Atamoros

En México el pan no es un alimento: es un idioma emocional. Es tradición. Y se canta. Se come y se saborea antes de saber el alfabeto, y se tararean sus rítmicas canciones antes de cantar el himno. Desde la infancia nos lo dejaron claro: el pan nuestro de cada día, con una ronda que parecía inofensiva y era brutalmente honesta: “Aserrín, aserrán, los maderos de San Juan, piden pan, no les dan…”. Ahí estaba ya todo el drama nacional: pedir, no recibir y acabar con un hueso atorado en el pescuezo. Canción infantil, sí, pero también editorial temprana sobre la escasez y la burla del destino. Antes de saber dividir, ya sabíamos que el pan no siempre alcanza.

Octavio Paz tomó ese pan y lo volvió exigencia moral. En La vida sencilla escribió: “Llamar al pan y que aparezca / sobre el mantel el pan de cada día”. No hablaba de nostalgia ni de recetas, sino de una aspiración profunda: una vida auténtica, sin simulaciones, donde lo esencial exista y se nombre con claridad. El pan, en Paz, es verdad básica, sustento justo, reparto de lo común. Llamarlo por su nombre es pedir que la vida no mienta. Que lo mínimo sea posible.

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