Por Consuelo Sáizar de la Fuente

Al cumplirse 100 años de su natalicio, Rosario Castellanos emerge como un ícono cultural incontrovertible. Su figura se ha consolidado no solo en las páginas literarias o en estudios académicos, sino también en la conciencia colectiva, donde habita como una presencia intelectual que excede ampliamente los límites de la literatura. Canonizada por la fidelidad apasionada de sus lectores, objeto de rigurosos análisis académicos, redescubierta por dramaturgos contemporáneos, explorada minuciosamente por quienes realizan estudios de género, recordada en sus facetas diplomática y cultural, y convertida en referente obligado del feminismo y el indigenismo, Castellanos es simultáneamente mito y misterio: una fuente inagotable de interrogantes para biógrafos y lectores futuros.
Su verdadero legado no radica únicamente en haber escrito textos trascendentes, sino en haber inaugurado una forma distinta, radicalmente nueva, de ser mujer intelectual en México. Anticipó un tiempo que hoy parece evidente, pero que para ella fue una apuesta solitaria, arriesgada y profundamente incomprendida por sus contemporáneos. Hoy, la respiramos como una atmósfera intelectual, en un aire que ella supo anticipar con lucidez y valentía.
La conmemoración de su centenario nos invita a reconsiderar la verdadera dimensión de su transgresión intelectual, una aportación inadvertida durante su vida, pero cuyo impacto se agiganta con el tiempo. José Emilio Pacheco advirtió esta paradoja con claridad profética apenas unos días después de su muerte: «Nadie entre nosotros tuvo una conciencia tan clara de lo que significa la doble condición de mujer y mexicana, ni convirtió esa conciencia en la materia misma de su obra. Naturalmente, no supimos leerla: estábamos embotados por la inercia, cegados por nociones adquiridas, y en guardia ante la amenaza a nuestros privilegios».
Formada en filosofía y dotada de un talento literario excepcional, Castellanos osó pensar a contratiempo. Su obra anticipó debates que aún hoy seguimos librando, conflictos culturales y éticos que permanecen vigentes en la complejidad del presente. Si ser pionera significa penetrar en territorios simbólicos prohibidos, abrir caminos inéditos, derribar puertas selladas por la tradición y la costumbre, Rosario Castellanos lo fue con radicalidad absoluta. Mujer intelectual en un ámbito dominado por voces masculinas, feminista en un México que despreciaba ese término, Castellanos resumió con precisión desoladora su soledad inicial: «Escribo porque yo, un día, adolescente, me incliné ante un espejo y no había nadie. ¿Se da cuenta? El vacío. Y junto a mí, los otros chorreaban importancia».
A más de medio siglo de su partida, su obra sigue revelándose como una intervención cultural imprescindible. No se limitó a reflejar el mundo: lo interpeló con preguntas incómodas y precisas, lo desafió con lucidez crítica. Desde su labor en la prensa hasta su actividad académica y diplomática, Castellanos transformó irreversiblemente el paisaje intelectual mexicano. Una anécdota reciente lo ejemplifica claramente: Brenda Pérez, arquitecta egresada de la UNAM, afirmó haber aprendido más sobre la espacialidad simbólica y política en «Lección de cocina» que en todas sus clases universitarias. En ese breve relato, Castellanos desnudó con precisión quirúrgica el espacio doméstico femenino como metáfora del control patriarcal, revelando en pocas líneas relaciones invisibles pero profundamente reales.
Esa capacidad suya para iluminar críticamente la vida cotidiana explica la creciente atención internacional hacia su obra, hoy referencia obligada en universidades de Estados Unidos y Europa. Su literatura no fue pasiva ni complaciente; sus ensayos feministas cuestionaron frontalmente temas que eran tabú, como la violencia doméstica, la autonomía corporal o la opresión familiar. Releer “Mujer que sabe latín” es reencontrarse con una pensadora que nunca pactó con el silencio ni la comodidad intelectual.
Pero quizá su transgresión más audaz fue enfrentar con absoluta claridad la herida más profunda de la sociedad mexicana: el racismo estructural. En novelas esenciales como “Balún Canán”y “Ciudad Real”, Castellanos mostró un México orgulloso de su mestizaje pero profundamente discriminatorio hacia sus comunidades indígenas. Su mirada no concedió tregua ni aceptó complicidades: reveló contradicciones incómodas que apenas décadas después emergieron con fuerza en movimientos como el zapatismo.
La historiadora Gabriela Cano sostiene que Castellanos desmontó las nociones tradicionales sobre género y raza; la especialista en Estudios de genero, Marta Lamas, la reconoce como una «pionera intelectual del feminismo mexicano». Sin embargo, paradójicamente, en este 2025, primer año del gobierno de la primera presidenta del país, Claudia Sheinbaum, el Estado mexicano no dedicó específicamente el año a Rosario Castellanos, sino genéricamente a la «mujer indígena». Esta decisión revela una ironía histórica incómoda: invisibilizar precisamente a quien hizo de la visibilidad de las mujeres más marginadas el centro de su pensamiento.
Carlos Monsiváis lo expresó con acierto: fue Castellanos quien permitió que «las mexicanas más oprimidas encontraran su voz y defendieran su dignidad». La postura oficial actual contradice el espíritu mismo del legado castellanesco, comprometido con la crítica, la justicia y la presencia pública femenina.
A 100 años de su nacimiento, Castellanos no solo permanece vigente, sino omnipresente. Honrar su memoria implica reconocer nuestra deuda intelectual con su valentía crítica, con su legado desafiante, y asumir la tarea de enfrentar el mundo con la misma disposición al riesgo y al cuestionamiento que ella ejerció en su vida y obra. Su legado sigue interpelándonos porque nos recuerda que la literatura auténtica jamás cede al silencio, que el talento -tarde o temprano- se impone sobre la indiferencia y el olvido.
Rosario Castellanos no sólo fue pionera en su tiempo; continúa siendo indispensable en el nuestro porque nos recuerda que la verdadera literatura jamás acepta el silencio, que su vocación es desafiar y que el talento, inevitablemente, termina imponiéndose al olvido. Seguirá presente por ese «su modo de ser río, de ser aire, de ser adiós y nunca»; y porque se ha convertido, para siempre, en ícono cultural mexicano.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

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