Por Consuelo Sáizar de la Fuente

Hoy, 7 de agosto de 2025, se cumplen cincuenta y un años de la muerte de Rosario Castellanos en Tel Aviv. Un relámpago se apagó a los 49 años, dejando un eco que aún resuena. Este año, el 25 de mayo, hemos celebrado el centenario de su nacimiento, pero conmemorar no basta. Recordar es fácil, un reflejo automático; repensar su figura es un desafío. Su obra no es un relicario para guardar bajo llave, no es un álbum de nostalgias. Es un murmullo insistente, un puñado de preguntas que se clavan como espinas en las urgencias de nuestro tiempo. Rosario Castellanos no fue un puente entre épocas, sino un filo que cortó la piedra de su mundo, dejando grietas por las que aún miramos.
Rosario no fue, ciertamente, una figura cómoda. Fue alguien que escribió desde el borde, desde la fisura: mujer en un México de hombres, pensadora en una sociedad que desconfiaba de la razón femenina. No se lamentó de su lugar; lo convirtió en un microscopio. Sus ensayos, sus poemas, sus cartas no describen el mundo: lo rajan sin piedad, lo desnudan con la precisión de un bisturí. Su claridad, que algunos no supieron leer, era una forma de no mentir. No se contentaba con narrar; diseccionaba. En sus textos, el lenguaje era un arma, un espejo, una herida. Rosario no romantizó su marginalidad, ni la elevó a bandera. La usó como materia prima, como un vidrio pulido para ver con nitidez lo que otros esquivaban.
En “Lección de cocina”, un relato aparentemente sencillo, hay más verdad sobre el encierro doméstico que en mil tratados académicos, como lo hablaba una arquitecta en un coloquio reciente. Una mujer, una cocina, un pedazo de carne: la escena es cotidiana, casi trivial, pero Rosario la transforma en un tratado sobre el poder, el género, el cuerpo atrapado en los rituales de lo esperado. No hay aspavientos, no hay gritos; sólo la lucidez de quien ve el mundo como una red de trampas invisibles. En su crítica al indigenismo, desarmó el disfraz del folclore, ese velo con el que el México oficial cubría sus culpas. Señaló la hipocresía de un país que celebraba al indígena mientras lo mantenía en los márgenes. En su poesía, la voz de una mujer se niega a callar, se alza contra el silencio al que estaba destinada. No era profeta, no anunciaba futuros; veía lo que ya estaba ahí, a la vista de quien tuviera el valor de no cerrar los ojos. Y ella fue la más implacable con su mirada.
Sus contemporáneos no entendieron el peso de sus palabras, el valor de su análisis. Lo admitieron cuando el silencio de su muerte cayó sobre ellos. Algunos relegaron a Rosario al margen, otros cerraron los ojos ante su verdad, incapaces de soportar la herida que su mirada abría. No comprendieron que su escritura no buscaba agradar, sino mostrar lo invisible. No era un acto de autoafirmación, sino un acto de rebeldía. Rosario no buscó un lugar en el canon literario; se propuso romperlo, dejar fisuras para que el aire entrara. Y lo logró. Sus libros —“Balún Canán”, “Oficio de tinieblas”, “Ciudad Real”— no son solo literatura; son mapas de un México que aún no terminamos de descifrar. En ellos, el Chiapas de su infancia se vuelve un espejo roto: la tierra partida, la lengua dividida, la historia en pedazos.
El centenario de su nacimiento ha contribuido a colocarla en un pedestal. Pero Castellanos es más que una estatua: es una provocación. Los homenajes, los coloquios, la exposición “Un cielo sin fronteras”, fueron más allá de solo rituales de memoria. Ha sido un reencuentro con la disidente que siempre fue, con la mujer que tejió su vida en palabras. En esas mesas de debate, su obra dejó de ser un objeto de estudio para convertirse en un punto de partida o de continuación de lo que las generaciones recientes han iniciado: una nueva valoración de su obra. Los términos de ahora son interseccionalidad, disidencia, decolonialidad, política del cuerpo, pero Rosario ya los había enunciado con otras palabras, con otro filo. En sus textos no usaba el léxico de la academia, pero intuía sus preguntas. En sus ensayos, como los de “Mujer que sabe latín”, hay una crítica al poder que no necesita jerga para cortar hondo. En sus poemas, como “Meditación en el umbral”, hay un lamento que es también un desafío: la voz de una mujer que no pide permiso para hablar.
El México oficial organizó tímidamente homenajes, exposiciones y un acierto: un billete de lotería, con una frase —“Yo seré, de hoy en adelante, lo que elija en este momento”— que no es un simple adorno. Es un desafío, una paradoja brillante. Esa frase, impresa en un pedazo de papel que pasa de mano en mano, de una madre de familia a un estudiante, de un lotero a un comprador, de un ciclista a un peatón, se convierte en un eco de rebeldía. Es más que literatura; es un manifiesto. Excede el aforismo: es un mantra.
Pensar en ese billete es imaginar su voz en los bolsillos de desconocidos, en las calles donde los suplementos culturales ni siquiera se conocen, en los pueblos donde no existen librerías para comprar los libros de Rosario. Es un gesto que trasciende la literatura, que democratiza su memoria. Esa frase es el corazón de su legado: un acto político, una afirmación de la agencia frente a un mundo que impone destinos. Rosario sabía que el lenguaje puede ser una jaula, pero también un arma. En sus manos, las palabras no eran ornamento; eran herramientas para desmontar las estructuras que aplastan. En ese billete, su pensamiento se convierte en un amuleto, un recordatorio de que el verdadero poder está en elegir, incluso en un mundo que apuesta al azar.
Por otro lado, en el año del centenario de Rosario, el gobierno de la primera presidenta mujer de México, prefirió hablar de la “mujer indígena” en abstracto, como si nombrar a Rosario Castellanos con precisión aún quemara. Y lo hace. Rosario pensó el indigenismo con un rigor que incomodaba, que sigue incomodando. En “Oficio de tinieblas” no hay folclore, no hay idealización; hay un retrato crudo de la opresión, de las voces silenciadas por la historia oficial. Su Chiapas no era un paisaje exótico, sino un campo de tensiones donde lo indígena y lo mestizo chocaban sin reconciliación. No ofrecía soluciones fáciles, no consolaba. Señalaba las heridas y dejaba que sangraran. Por eso, el poder aún le teme. Por eso, los homenajes oficiales tienden a suavizarla, a convertirla en un símbolo inofensivo. Pero Rosario no es una estatua; es un rumor que no se apaga.
Su muerte, en 1974, fue un silencio que habla. No fue solo una pérdida; fue una interrupción. Pero su obra no se detuvo. Sigue resonando, sigue perforando. En los pupitres, en las calles, en los debates, su voz es necesaria. No es un legado que se hereda como un objeto, sino una conciencia que se despierta. Sus textos obligan a mirar lo que se prefiere ignorar: las trampas del género, las mentiras del progreso, los silencios de los márgenes. Leerla hoy es un acto de valentía, porque confronta con un México que no ha cambiado tanto como se pretende creer.
Rosario Castellanos no es un monumento. Es un eco que acompaña, un murmullo que arrolla. Su escritura no pide permiso, no busca aprobación. Es un desafío que cruza el tiempo, un ojo que observa desde el pasado e interroga: ¿qué vas a elegir? ¿Qué vas a ser? No es una herencia, es un despertar; no es un legado, es un compromiso.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

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