Por Consuelo Sáizar de la Fuente

Hoy, el Fondo de Cultura Económica cumple 91 años. Esa cifra se mide menos en calendarios que en hábitos mentales, en bibliotecas públicas y en libreros personales.El Fondo es más que una editorial: es un archivo de memoria intelectual, un mapa de obsesiones, herejías, certezas y sumisiones. Su catálogo constituye, desde hace décadas, la cartografía del pensamiento en español.
Canónico, sí. Y como todo canon, es también un mapa de poder y un espejo de exclusiones. Frente a la fugacidad de los gobiernos y a los intentos de secuestro ideológico, el Fondo ha persistido en sus más de nueve décadas como una universidad alterna del idioma, habitando un territorio que no está ajeno a la disputa entre libertad y poder.
Entre los episodios que lo definen, 1984 ocupa un lugar singular. No solo por la novela de George Orwell que, en su título, convirtió ese año en emblema de vigilancia y verdades administradas, sino porque coincidió con el medio siglo de la fundación del Fondo de Cultura Económica y con el regreso de Arnaldo Orfila Reynal al espacio mismo del que había sido expulsado.
El editor argentino había estado al frente de la institución durante diecisiete años, hasta que en 1965 fue destituido por publicar un libro demasiado verdadero: Los hijos de Sánchez, de Oscar Lewis. Su “delito”: exhibir lo que el régimen prohibía decir en voz alta —la pobreza urbana, el fracaso de una modernización presentada como ejemplar, el agotamiento del llamado “Milagro Mexicano”.
1984 fue también la señal de que el control ideológico del priismo empezaba a resquebrajarse. El regreso de Orfila lo mostró con contundencia: después del grotesco episodio de Díaz Ordaz, el Estado ya no podía dictar quién debía ser proscrito.
La carpa blanca en avenida Universidad, en donde se realizaba el festejo del cincuentenario del Fondo, fue el telón de una de las escenas de la historia cultural mexicana más cargadas de significados. Un evento en el que la comunidad cultural realizaba un ajuste de cuentas con la historia, un espectáculo de la inteligencia que resonaba como justicia cultural de la que los presentes fuimos testigos.
Esa reunión fue —y quienes estábamos allí lo sabíamos— una de las mayores de la intelectualidad hispanoamericana del siglo XX. El poder cultural, el poder político y la inteligencia compartiendo escenario. Una foto imposible de repetir: mitad Olimpo literario, mitad ágora improvisada.
Allí, juntos, Octavio Paz, Gabriel García Márquez, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Juan José Arreola, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, Enrique Krauze, Elena Poniatowska, Cristina Pacheco, Manuel Álvarez Bravo, Julieta Campos, Jesús Reyes Heroles, Blanca Varela, Salvador Elizondo, Alí Chumacero, Joaquín Díez-Canedo Manteca, Tito Monterroso, Víctor Flores Olea, Alberto Ruy Sánchez, Christopher Domínguez, y decenas de prestigios más.
También, sin saberlo, coincidimos —al menos— un director y seis exdirectores o futuros directores del Fondo: el poeta Jaime García Terrés, anfitrión del festejo; el presidente Miguel de la Madrid; los exdirectores Francisco Javier Alejo, Guillermo Ramírez Hernández y José Luis Martínez; y dos que lo seríamos: Enrique González Pedrero y yo.
En este ejercicio de memoria se revela una carencia: las mujeres asistentes a ese festejo éramos figuras escasas, sombras laterales. Algunas, las menos, con un estatus —siempre puesto en duda— de escritoras consagradas; otras, emergentes o periféricas, intentando inscribirse en un canon que ni siquiera las reconocía. La mayoría, sin embargo, estaban ahí bajo otro signo: colaboradoras, acompañantes, presencias subsidiarias. La memoria, entonces, más que un inventario neutral, es el registro de una exclusión que era habitual en aquel 1984.
Yo estaba entre las pocas invitadas con nombre y cargo: directora general de Editorial Jus. También Emma Godoy, autora del Fondo, con quien asistí aquella tarde. La asimetría entre géneros era evidente. La desigualdad ya empezaba a volverse insostenible. Ahora lo sabemos: mi género y mi generación ya acechábamos.
En un momento dado, un silencio comenzó a envolver el murmullo de las conversaciones. Todos nos giramos hacia la puerta: algunos asombrados, otros conmovidos. Era él, don Arnaldo, que volvía al edificio tras casi dos décadas de aquel despido ignominioso. Nos apartamos y abrimos un espacio, una especie de pasillo por el que pudiera avanzar hasta el fondo y situarse frente a la mesa principal, donde estaban las autoridades, el presidente de la república. Alguien inició un aplauso. Y entonces aplaudimos todos. Todos. Todos.
De 1948 a 1965, bajo la dirección de Orfila, el Fondo había dejado de ser un proyecto nacional para convertirse en algo mayor: un ministerio informal y decisivo de la cultura hispanoamericana.
Allí están los Breviarios, prueba de que la sabiduría podía condensarse en ciento cincuenta páginas; la Colección Popular, que puso en manos de estudiantes de todas las latitudes a los clásicos —y a los que estaban destinados a serlo—; Lengua y Estudios Literarios, que otorgó legitimidad plena a la filología en español; y la Gaceta del Fondo, foro privilegiado del pensamiento de la patria de la ñ.
Orfila tejió redes de distribución continental, fundó librerías en América Latina y Europa y convirtió el español en un territorio común. Cada colección era una trinchera de la batalla cultural que se libraba en aquellas dos décadas. Sin embargo, como lo constató, todos esos logros persistieron hasta que el poder se sintió interpelado.
En 1965, Los hijos de Sánchez mostró al Estado mexicano un espejo intolerable. La reacción fue inmediata: el gobierno exigió la cabeza de Orfila y el Fondo obedeció. En esa sumisión se reveló la fragilidad de las instituciones culturales frente al poder político. Los estudios de Foucault encontraron aquí su escenario: lo que estaba en juego no era un libro, sino la facultad misma de decir la verdad en una sociedad donde el Estado pretende el monopolio de la realidad.
La expulsión fue fértil. En 1966, en una casa prestada por Elena Poniatowska, Orfila fundó Siglo XXI Editores. Con ese proyecto demostró que ser apartado de una institución puede ser el inicio de otra más libre. En la nueva editorial publicó a Paulo Freire, Pierre Bourdieu, Michel Foucault, Roland Barthes, Jacques Lacan, Alejo Carpentier. Libros que se volvieron trincheras portátiles, manuales de resistencia para un continente que se negaba a aceptar su historia como destino sellado.
Por eso, verlo regresar al Fondo era asistir a una lección política: el editor expulsado por haber publicado un libro incómodo volvía celebrado como héroe. La moraleja resultaba evidente, con toda su carga de ironía: en México, la censura envejece mal, y lo valioso y honesto que ayer fue escándalo para el poder termina, con el paso del tiempo, canonizado en prestigio y sellado con aplausos.
Aquella tarde comprendí que la admiración, aunque llegue a parecer frágil frente al “rencor ciego” —Rulfo dixit— de los censores, sobrevive más allá de ellos. Y que la integridad y la congruencia, carga muerta para el poder, resisten porque están hechas de dignidad.
Orwell lo dejó escrito en la lógica implacable del totalitarismo; Orfila lo afrontó con su ejemplo. Su destierro fue afrenta. Su regreso, vindicación.
Así lo recordé en mi discurso como directora general del Fondo de Cultura Económica, dos décadas después de aquella comida. Lo recordé porque aquel recorrido que observé a mis 24 años, y que me estremeció con los aplausos, fue más que una epifanía: fue justicia restaurada, memoria hecha presente y ejemplo que, en todo aniversario, debemos evocar. Porque encierra una lección: la honestidad intelectual puede ser expulsada, pero siempre encuentra la manera de volver.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

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