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Por Consuelo Sáizar de la Fuente
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Todo premio Nobel de Literatura es una metáfora de su época. O pretende serlo. La concesión anual es, en última instancia, un acto de distinción. No necesariamente el de premiar lo mejor —pues la verdadera grandeza literaria opera fuera de los calendarios y los jurados—, sino el de aislar y validar una forma de talento. 

La decisión de otorgar el Nobel 2025 a László Krasznahorkai no fue, para el lector que conocía su obra, una sorpresa, sino la mera formalización de un estatus que el escritor húngaro ya poseía: el de cronista implacable de la decadencia apocalíptica de la civilización.

La sorpresa, creo haberle escuchado decir a Carlos Monsiváis, es el lujo de los distraídos, de quienes confunden el arte con un analgésico cultural. Para los demás, la candidatura de Krasznahorkai era inevitable, un murmullo que resonaba en la crítica y aparecía incluso en las quinielas de apuestas: 6/1 en Ladbrokes, 10/1 en Nicer Odds. Que el mercado lo detecte no devalúa su obra; al contrario, lograba hacer evidente que una visión tan obstinada puede perforar incluso el ruido de la especulación. 

Pero, ¿puede un premio contener la literatura que se niega a ser contenida? Krasznahorkai no escribe para ser premiado; escribe para desarmar. Su trayectoria es un desafío, no un consenso, y su victoria es el reconocimiento a la dificultad necesaria del gran arte, que siempre exige esa renuencia a la interpretación fácil, dirigiendo la atención a experimentar la obra en su estructura y su forma. El Nobel a Krasznahorkai es, por tanto, una vindicación de la lectura atenta y paciente. A la inteligencia y al compromiso con la vocación.

El Comité Sueco alabó una “obra convincente y visionaria que, en medio del terror apocalíptico, reafirma el poder del arte”. Pero la genialidad de Krasznahorkai está más allá de narrar el apocalipsis, está en encarnarlo. Su estilo no es una mera opción estética, sino un imperativo moral y formal. Esos párrafos, que se extienden sin fin, no son un adorno; son un mandato. En “Sátántangó” (1985), un pueblo atrapado bajo una lluvia eterna espera una redención que nunca llega, un espejo de la Hungría poscomunista donde las utopías se deshicieron en desolación. Susan Sontag lo diría con precisión: la forma es el contenido. El sintagma sin fin de Krasznahorkai es la conciencia que no respira, el caos que sustituye al orden. “En Guerra y guerra” (1999), un archivero obsesionado busca sentido en un manuscrito apocalíptico, mientras que en “El barón Wenckheim regresa” (2016), un aristócrata retorna a un pueblo condenado, confirmando la inevitabilidad de la ruina.

La colaboración de Krasznahorkai con el director Béla Tarr ilumina su programa estético. Los extensos planos secuencia del cineasta son el correlato visual de la prosa del escritor: ambos se niegan a cortar, a ofrecer la ilusión del alivio o la fácil resolución. Nos obligan a habitar la miseria de un tiempo extendido e inconcluso. Como Borges, que construía laberintos en una página, Krasznahorkai escribe laberintos de desesperanza, extendiendo la angustia existencial de Kafka y la desnuda futilidad de Beckett hasta el borde del lenguaje. Es literatura que exige, no un paliativo, y cuyo humor, cuando aparece, es siempre negro y preciso, desarmando cualquier sentimentalismo.

La violencia como geografía y la alegría de la candidatura mexicana

Si Krasznahorkai logra cartografiar la ruina europea, el entusiasmo más vivo de este Nobel provino de un territorio donde la catástrofe es tangible y diaria: de nuestro país, México.

La candidatura de Cristina Rivera-Garza, junto a figuras como Can Xue y Jon Fosse, desató una alegría que no fue patriotismo vacío, sino un reconocimiento vibrante a una literatura que ha renegociado los términos mismos de la escritura en español, forjando una estética que es, a la vez, radicalmente local y urgentemente universal.

Me refiero a la alegría y el sentido de validación que experimentamos los lectores mexicanos. Rivera-Garza escribe desde el borde, no desde la periferia: el límite entre ensayo y novela, trauma y memoria, el castellano y la lengua herida. Es una literatura que se niega a la etiqueta única y opera como un artefacto híbrido y decolonial, ya premiada con el premio Pulitzer 2024.

En “Nadie me verá llorar” (1999) y la demoledora “El invencible verano de Liliana” (2021), Cristina no solo narra la violencia —feminicidio, diáspora, trauma—, sino que desmantela su gramática. Para ella, la verdadera literatura no refleja el dolor; lo interroga hasta que confiesa. Rivera-Garza no usa torrentes a diferencia de Krasznahorkai; su arma es el fragmento, el archivo, la grieta. Su escritura exige, y logra, reconstruir lo que la violencia destruye: nombres, vidas, historias. Es un acto forense y poético de resistencia. Es la memoria hecha literatura. Es Liliana, y somos todas.

La alegría mexicana no fue nacionalismo; fue la certeza de que la alta cultura no es un club exclusivo. Rivera-Garza demuestra que la literatura que nombra las heridas de Ciudad Juárez o Matamoros, o las de su familia, puede sentarse junto a la tradición europea. Su obra es un desafío ético y estético, una prueba de que la verdad no necesita pasaporte y que la urgencia feminista es una de las mayores fuerzas formales de la literatura contemporánea. La candidatura valida que la literatura más urgente, la que se atreve a nombrar las heridas abiertas del siglo XXI, posee la fuerza y el talento para ocupar el escenario global.

Dos Espejos para el Siglo XXI

Krasznahorkai y Rivera-Garza no son opuestos; son reflejos de una crisis global. 

Él, desde la Europa poscomunista, escribe la elegía de un mundo despojado de certeza, buscando, como él mismo dijo, “una belleza improbable en el infierno”. Su prosa es un ejercicio de paciencia trágica, un mandato a mirar el vacío.

Ella, desde la frontera mexicana, escribe con urgencia feminista y decolonial, utilizando la forma como una herramienta para recuperar aquello que la violencia ha intentado borrar. Su literatura no solo expone el dolor, sino que posiciona al lector, como Sontag argumentaba en Ante el dolor de los demás, frente a la necesidad de cuestionar su propia pasividad ante el sufrimiento ajeno.

El Nobel, al final del día, es una máquina de visibilidad que no disimula su sesgo, pero obliga a la atención global. En 2025, esta máquina ha enfocado la cumbre de una maestría formal en Krasznahorkai, un premio a la dificultad necesaria en el arte. Pero, simultáneamente, ha iluminado la vitalidad incansable y la promesa de una literatura, como la de Rivera-Garza, tan llena de dolor, de empatía, de talento.

Este doble reconocimiento—la confirmación del maestro y la celebración de la candidata— propone un mandato doble al lector. 

Primero, volver a Krasznahorkai con la calma que su prosa exige, asumiendo que la dificultad es un modo de diálogo, incluso de hospitalidad. Segundo, seguir leyendo a Rivera-Garza, intensificando las redes de traducción y discusión para que su trabajo circule con la potencia global que merece. 

Finalmente, la literatura que importa no es la que confirma nuestras preferencias, sino la que expande nuestra capacidad de atención. El de literatura 2025 es un Nobel que, más allá de la estatuilla y el cheque, nos recuerda que el verdadero valor reside en aquellos escritores que, desde sus distintas trincheras, han hecho de la confrontación con la verdad el verdadero objeto de su oficio.

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@CSaizar

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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