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“A mí, conocer a Eva Perón, me causó un gran impacto”, le dijo María Félix a Ricardo Rocha en una de las entrevistas televisivas que le concedió a mediados de los noventa, “una de las suertes de mi vida fue la amistad que nos unió; cada una de nosotras realizó lo que a la otra le hubiera gustado ser: tuvimos sueños encontrados”.

Contemporáneas, nacidas con sólo un lustro de diferencia (la mexicana María nació en Álamos, Sonora, el 8 de marzo de 1914; la argentina Evita, el 17 de mayo de 1919, en la provincia de Buenos Aires), ambas desafiaron al mundo que habitaron - dominado entonces, como decía María, por los hombres - para dejar legados tangibles e impagables: Eva logró a través de la “Ley Evita” que las mujeres de su país pudieran votar por vez primera en 1951 (en México sería posible en 1957) e hizo del diminutivo de su nombre - del Evita - un artefacto político y cultural; María, en tanto - afirma Carlos Monsiváis -, “es la mujer que cambió, por lo menos en el cine, la imagen sumisa de la mujer mexicana”, y que hizo suyo el apelativo de una novela cuya versión cinematográfica protagonizó, “Doña Bárbara”, y a partir de la cual empieza a convivir con el poderoso “Doña María Félix”.

Eva tuvo una vida breve, una agonía larga y una muerte sin descanso: su cadáver embalsamado fue secuestrado, vejado, transportado en barco a Italia, y enterrado clandestinamente en Milán; veinte años después, y tras una escala en España, el cuerpo volvería a Buenos Aires para ser depositado en el cementerio de la Recoleta. Una historia tan delirante como macabra que dio origen a la obra maestra de Tomás Eloy Martínez, y a un documental espléndido de Miguel Bonasso y Tristán Bauer, en el que dan cuenta de que la influencia simbólica de Eva iba más allá de su desaparición física.

María tuvo una vida larga que rozó las nueve décadas, un destino pleno y una muerte plácida: su cuerpo descansa en el Panteón Jardín de la Ciudad de México, al lado de Enrique Álvarez Félix, su único hijo. En la década de los noventa se dedicó a esculpir su legado: concedió al menos cuatro memorables entrevistas televisivas, dos a Verónica Castro, una a Ricardo Rocha y una más a Jacobo Zabludovsky: el mito en todo su esplendor.

Escribió su autobiografía después de largos diálogos con Enrique Krauze, y las publicó prologadas por Octavio Paz. Se dio tiempo, además, de ir al Auditorio Nacional a los conciertos de Luis Miguel, y convocar al delirio al besarlo en la boca.

El anuncio de la muerte de las dos fue un suceso mundial, sus sepelios, multitudinarios; ambas habían recibido los máximos honores en vida, y también se los ofrecieron a sus féretros; sus pompas fúnebres estuvieron encabezadas por los respectivos presidentes de sus naciones, Juan Domingo Perón (en el caso de Eva), y Vicente Fox Quesada, en el de María.

María se enamoró en innumerables ocasiones y se casó cuatro veces (con un mediocre agente de ventas, un legendario compositor, un charro majestuoso y un refinado millonario), pero en ninguna de las ocasiones añadió el apellido de sus maridos al suyo; Eva se casó en una sola ocasión, con un militar cuyo apellido suplantó al de ella (Perón), y que utilizó al fundar el Partido Peronista Femenino, disuelto en 1955, pero cuya influencia política perdura hasta nuestros días.

A María - y a su belleza - la inmortalizó la música de Agustín Lara y de José Alfredo Jiménez, las películas con los dos Pedros (Infante y Armendáriz) y con Emilio ‘el Indio’ Fernández; el lente de Gabriel Figueroa, la pintura de Diego Rivera, y las palabras de Jean Cocteau (“es tan bella que duele”); Juan Gabriel, en una de sus composiciones, canta que María es tan bella “que hasta se parece a la madre de Dios”. Y es - junto a la Malinche, Sor Juana y Frida Kahlo - una de las cuatro mexicanas más universales de la historia. En marzo del 2020, el colectivo feminista “Las Brujas del Mar” tuiteó el video con la predicción que hizo la Félix sobre ‘la revancha de las mujeres’’: “Llegó el día, María Bonita”, decía el mensaje enviado como telón a la mayor marcha que las mujeres mexicanas hayan emprendido nunca.

A Eva - por sus batallas - el pueblo argentino la llamó “Santa Evita”, sus descamisados la compararon con Cristo, con Juana de Arco y con Santa Teresa; la Cámara de Diputados la declaró “la jefa espiritual de la nación”; fue el emblema de la lucha armada de la Argentina en la década de los setenta; una de las seis imágenes de su país en la Feria del Libro de Frankfurt en 2008; y su figura ha inspirado una cantidad ingente de novelas, cuentos, biografías, películas, obras de teatro, musicales, canciones y programas de televisión. Pero es a partir del musical ‘Evita’, de Andrew Lloyd Weber y Tim Rice - estrenado en 1978 en Londres - (y de la posterior versión cinematográfica estelarizada por Madonna y Antonio Banderas), que incontestablemente se convierte en uno de los íconos culturales más relevante de todos los tiempos.

Las dos fueron subversivas, arrolladoras, polémicas, altivas, insolentes, carismáticas, misteriosas, terroristas verbales, frontales, astutas, despóticas, coleccionistas de aforismos, desafiantes, amantes de los lujos, ambiciosas, persistentes, revolucionarias, unas divas absolutas y símbolos nacionales. Ambas, usaron la belleza y el encanto como armas de seducción colectiva; y fueron de una grandeza tal que, varios lustros después de su muerte, aún no se enuncian con claridad sus relevos: en México, asoma Salma Hayek; en Argentina, Cristina Kirchner.

María Félix fue mirada y voz; Eva Perón, empeño y discurso. María fue la habitante absoluta de la pantalla cinematográfica; Eva, la indisputada protagonista de la plaza política. ¿Fueron amigas? No hay foto de los encuentros, no hay registro de las conversaciones, no hay testimonios de testigos presenciales, no hay documentos de intercambios epistolares: sólo sabemos que María dio a conocer esa amistad, y que habló largamente de ella. Pero más allá de si existe algún indicio, lo cierto es que fueron contemporáneas, que hablaban el mismo idioma, que coincidieron en Buenos Aires, que sus nombres evocan un mundo de esfuerzo, desafío y éxito, y que ambas son - incuestionablemente - habitantes del universo de la memoria eterna.

Eva, el alma de la esperanza.

María, la doña de la ilusión.

Consuelo Sáizar de la Fuente es socióloga de la cultura. Licenciada en Comunicación por la Universidad Iberoamericana, tiene una maestría en Historia Intelectual por la Universidad de Oxford, y maestría y doctorado en Sociología por la Universidad de Cambridge. Ha dirigido diversas empresas editoriales privadas, así como el  Fondo de Cultura Económica. Fue presidenta de Conaculta (hoy Secretaría de Cultura).


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