Virginia Woolf y Marguerite Yourcenar: la conversación de dos aristócratas de la inteligencia

Ambas desafiaron y abolieron muchas de las tradiciones culturales y literarias de su país; vivieron obsesionadas por el manejo del lenguaje, por el poder de las palabras

Virginia Woolf y Marguerite Yourcenar: la conversación de dos aristócratas de la inteligencia
“Pensar es mi lucha”.

Virginia Woolf

“En todas las épocas hay personas que no piensan como los demás. Es decir, que no piensan como los que no piensan”.

Marguerite Yourcenar

El 22 de febrero de 1937, Marguerite Yourcenar visitó a Virginia Woolf en Londres, Inglaterra: fue el encuentro de dos de las inteligencias literarias más prodigiosas del siglo XX. Woolf tenía, entonces, 55 años; Yourcenar, 34. Fue la primera y la única vez que se encontraron esas grandes figuras a nivel mundial.

Adeline Virginia Stephen nació el 25 de enero de 1882 en Londres, fue una habitante plena de la época victoriana crepuscular; Marguerite Cleenewerck de Crayencour nació el 8 de junio de 1903 en Bruselas, Bélgica, nació prácticamente a la par del nuevo siglo y lo habitó con esplendor. Las separaban dos décadas, pero las unió la decisión de formarse en el “mundo del magisterio de los libros”.

Son, en mi opinión, las escritoras cumbres de su lengua; Woolf, del idioma inglés; Yourcenar, en la lengua francesa, dos de las que más admiro. Ambas hablaban, al menos, esos dos idiomas, y estudiaron en algún momento, además, griego y latín; Virginia, también intentó aprender a hablar y a leer en español. Yourcenar era famosa por la perfección y la belleza con que se expresaba en francés, lo que la llevaría a ser parte de la Academia Francesa de las Letras, Woolf es considerada una de las más prodigiosas hablantes del inglés: su pronunciación, su elegancia expresiva, la precisión de la construcción de sus oraciones, era unánimemente elogiada.

Las dos vivieron obsesionadas por el manejo del lenguaje, por el poder de las palabras; ambas fueron devotas de la libertad de su mente y de su cuerpo, así como de abogar, a través de su obra, por la libertad de las preferencias sexuales, mientras observaban, y padecían, las catástrofes que produjeron las dos guerras mundiales.

Ambas nacieron en un mundo patriarcal, machista y misógino, un mundo hecho a la imagen de los hombres; pero ambas desafiaron y abolieron muchas de las tradiciones culturales y literarias de su país. Ninguna de las dos murió con el apellido que al nacer les habían otorgado sus padres: una, Virginia, incorporó el Woolf de Leonard cuando se casó con él; la otra, transformó el aristocrático Crayencour de su familia en un anagrama que omitía la C, y lo volvió Yourcenar. Las dos, con los apellidos que escogieron llevar, se volvieron legendarias mujeres de letras, desafiaron al olvido.

Una, Virginia, sacudió en octubre de 1928, las aulas de Newnham y Girton College en Cambridge con dos conferencias que se publicarían al año siguiente bajo el título de Un cuarto propio (ensayos que han sido fundamentales para el movimiento feminista); Marguerite, en 1980 increpó la misoginia imperante en la Academia Francesa de las Letras (una institución que durante casi tres siglos estuvo integrada solo por hombres) durante la ceremonia en que fue nombrada como “la primera mujer inmortal”, frente al presidente de la República de Francia, Valéry Giscard d’Estaing; "es una victoria de la literatura. No ha lugar a la polémica, pero constatamos que Marguerite Yourcenar pone fin al mito de la denominada literatura femenina. La Academia recibe a un escritor, no a una mujer", dijo uno de sus miembros en el evento.

Las dos, habitaron en ese universo infinito que es el libro: para Virginia Woolf, la literatura fue su profesión; para Marguerite Yourcenar, los libros fueron su patria, y ambas tenían la certeza de que la escritura es un oficio. Yourcenar escribió en francés una de las más formidables novelas del poder, prestando su pluma y su memoria a los recuerdos figurados del Emperador Adriano; Virginia escribió novelas, cuentos y ensayos, y dictó conferencias, en donde quedó claro que era el digno relevo de la generación de las sufragistas inglesas, y en las que señaló la necesidad de abrir nuevos caminos teóricos a los movimientos de las mujeres.

Las dos se sabían deudoras de todas aquellas que las habían precedido, que les habían facilitado su actividad intelectual. Woolf lo expresó así: “El camino fue abierto hace tiempo -por Fanny Burney, por Aphra Behn, por Harriet Martineau, por Jane Austen, por George Eliot- muchas mujeres famosas y muchas más desconocidas y olvidadas, vinieron antes que yo, emparejando el camino, y regulando mis pasos”; Yourcenar, por su parte, en el discurso que pronunció al ingresar a la Academia invocó a Mme. De Staël, a George Sand y a Colette, “un grupo invisible de mujeres que hubieran debido, quizás, recibir mucho antes que yo este honor, hasta el punto de que me siento tentada a desaparecer para dejar pasar sus sombras”. Woolf tuvo desde sus primeras actividades profesionales un enorme interés por la escritura de las mujeres; Yourcenar, en tanto, escribió sobre el poder de los hombres. La obra de las dos ha marcado de manera definitiva a las generaciones siguientes, revisemos -por ejemplo- el testimonio de Simone de Beauvoir , quien afirmó: «he leído a Woolf, como un modo de antídoto, para volver a mí misma».

Virginia creció en un hogar con más de 10 habitantes (entre sus padres, y los hijos que ambos habían tenido en sus anteriores matrimonios, además de la numerosa servidumbre que los atendía), y una gran biblioteca; Yourcenar creció prácticamente en la soledad, paliada por la compañía de su padre -su gran instructor y compañero de juegos- y rodeada de libros. Una, Margarite, llevó una vida errante, fue “peregrina y extranjera”, nació en un continente, Europa, murió en otro, América, y a su muerte, tres países (Bélgica, Francia y Estados Unidos de América) la reclamaron como suya; la otra, Virginia, habitó en no más de una decena de hogares, y si bien fue una viajera curiosa e incesante, es cierto que también agradecía permanentemente el haber nacido “an englishwoman”, y que tras cada viaje, regresaba a su isla afirmando que “lo mejor de estar fuera es volver a casa”.

Las dos hicieron suya la certeza de que el amor no tiene género: Yourcenar, vivió durante más de cuatro décadas al lado de Grace Frick, después de haber amado al editor francés André Fraigneau, al escritor y psicoanalista Andréas Embirikos, y a Nelly Liambey y a Lucy Kiriakos; a la muerte de Grace (en 1979), encontró al fotógrafo Jerry Wilson, a quien llamó ‘el hombre de mi vida’, para luego elaborar el duelo por la muerte de él, en febrero de 1986. Virginia amó a Leonard Woolf, su marido, así como a Vita Sackville-West.

Después de batallar con la depresión y con crisis nerviosas permanente, el 28 de marzo de 1941, Virginia tomó la decisión de llenar de piedras los bolsillos de su vestido y hundirse en el río Ouse, después de escribir una bellísima carta de amor a Leonard, su marido, en donde -entre muchas otras cosas, le decía: ‘te debo toda la felicidad de mi vida’. Estaba por cumplir 60 años.

Yourcenar, por su parte, tomó la decisión de escribir “hasta el momento en que la pluma se me caiga de las manos”. Al cumplir las ocho décadas de vida escribió ‘la felicidad me habita’; murió a los 84 años, con los ojos abiertos, en Maine, a donde había llegado enamorada, tomada de la mano de Grace Frick.

Y así, pues, en una tarde brumosa y fría del lunes 22 de febrero de 1937 se encontraron en Bloomsbury, “la traductora, una señora o señorita Youniac (?) ¡Y yo que tenía tantas cosas que escribir, tan es así que ya no tengo ni tiempo ni sitio para describirla, solo para decir que llevaba bonitas hojas de oro en su vestido negro, y que es una mujer que debe de tener un pasado: aficionada al amor, intelectual, que vive la mitad del año en Atenas, de labios rojos; se preocupa mucho; una francesa trabajadora”, anotó Woolf en su diario de esa tarde. Yourcenar, por su parte, encontró “una mujer simultáneamente deslumbrante y tímida, apenas envejecida pero delicadamente marcada por las señales del pensamiento, que me recibió en un salón vagamente iluminado por el fuego e invadido por el crepúsculo”, y así lo dio a conocer en dos textos, uno escrito en 1937 y el otro en 1970. De ese único encuentro no existe imagen gráfica, solo tenemos registro en las notas que ellas escribieron, pero queda patente en los dos escritos lo que años después Yourcenar condensaría lacónicamente en una frase: “No congeniamos”, pero también escribió en algún momento: “sin embargo, no creo cometer error alguno situando a Virginia Woolf entre los cuatro o cinco virtuosos de la lengua inglesa, y entre los escasos novelistas contemporáneos cuya obra tiene probabilidades de perdurar más de diez años”.

La primera vez que leí sobre ese único encuentro entre dos de las mujeres que más admiro, imaginé que habrían establecido una conversación larga, y una amistad entrañable; al leer sus diarios y artículos me percaté de que no fue así. Y si bien ignoro en qué idioma hablaron, deduzco que es muy probable que fuera en inglés, dado el país en el que se encontraron, por el prestigio que ya envolvía a Woolf y por el asunto que las reunía: traducir una obra de la escritora inglesa al francés. Es preciso señalar, que si bien en términos gramaticales, Yourcenar era una admirable angloparlante pero tenía un acento muy fuerte, muy francés, mismo que (afirmaban quienes la conocieron) hacía casi ininteligible su pronunciación en inglés. He pensado en innumerables ocasiones que probablemente fue ese detalle el que perturbó a Woolf de tal manera que inhibió el diálogo e impidió la fluidez de la conversación: tal vez fue un obstáculo insalvable para que ambas pudieran seducirse mutuamente con su erudición, sus lecturas, sus viajes. Pero es una suposición mía: es probable que nunca se conozca la razón de que no se estableciera una comunión de intelectos.

Woolf, aventuro, tal vez ignoraba que la entonces joven traductora había aceptado el trabajo para compensar su muy precaria situación financiera (sus libros, en aquel tiempo, se vendían muy poco, y no le daban suficiente para vivir) y tal vez desconocía también que Yourcenar realizaba trabajos de traducción para poder lograr así el objetivo de una habitación propia, de tener independencia para escribir, todo aquello que tanto reclamó la anfitriona de aquella conversación, que ocurrió en ese cuarto en penumbras, en una tarde del invierno inglés.


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