Por Cynthia Dávalos
El 20 de marzo se celebra el Día Internacional de la Felicidad, una fecha que invita a reflexionar sobre este estado de ánimo. Quise abrir esta columna con un tema luminoso, algo que nos arrancara una sonrisa o nos dejara esperanza. Sin embargo, hablar de felicidad en México hoy se siente como un lujo que no todos pueden permitirse, un privilegio que se desvanece entre titulares que ya no sorprenden, pero duelen.
¿En qué momento mantenernos informados se convirtió en una tortura psicológica? Las noticias nos bombardean con balaceras, homicidios y violencia. Ninguna debería minimizarse, pero cuando las desapariciones, fosas clandestinas o campos de exterminio irrumpen en los titulares, el horror cruza una línea insoportable. Surgen preguntas inquietantes: ¿Por qué nuestra sociedad parece tan descompuesta? ¿Qué nos ha llevado a convivir con tanta crueldad? ¿Nos hemos vuelto más intolerantes y menos empáticos?
El reciente hallazgo de campos de exterminio en Teuchitlán, Jalisco y Reynosa, Tamaulipas, no es una noticia más; es un grito de una sociedad fracturada. En Teuchitlán, a una hora de Guadalajara, el colectivo Guerreros Buscadores de Jalisco destapó el Rancho Izaguirre, un predio que según reportes, el Cártel Jalisco Nueva Generación usó como campo de adiestramiento y exterminio (El País, 2025). Encontraron hornos clandestinos, fosas, cientos de pares de zapatos abandonados, restos calcinados, listas de apodos y una carta de despedida: ecos de vidas truncadas.
Días después, en Reynosa, el colectivo Amor por los Desaparecidos señaló otro sitio: 14 montículos de restos quemados, casquillos y objetos personales, testigos mudos de la barbarie (Proceso, 2025).
Estos hallazgos no son aislados; forman una geografía del terror que se extiende por México desde hace décadas. En Tamaulipas, La Bartolina lleva años siendo un símbolo de horror: media tonelada de restos recolectados desde 2016, vinculados al Cártel del Golfo y Los Zetas. En Coahuila, la comunidad de Patrocinio guarda fragmentos óseos desde 2015. Veracruz, con La Gallera, y Jalisco, con casos como Tala en 2017, completan un mapa que nos obliga a preguntarnos: ¿cómo llegamos aquí?
México acumula más de 123 mil personas desaparecidas desde 1952, según el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas (RNPDNO), una cifra que crece sin respuestas claras. Los colectivos de buscadoras formados por madres, hermanas o esposas, han asumido un rol que las autoridades no cumplen: rastrear el destino de sus seres queridos en un país donde hay impunidad y complicidad. En Teuchitlán, la Guardia Nacional cateó el rancho en septiembre de 2024, detuvo a 10 personas y liberó a dos secuestrados, después abandonó el lugar sin investigar a fondo. En tanto en Reynosa, Edith González, líder del colectivo Amor por los Desaparecidos, me contó que la Fiscalía de Tamaulipas tardó horas en responder su denuncia y que aún hay restos sin levantar en 19 sitios previos. ¿Negligencia o encubrimiento? Como dijo el fiscal general Alejandro Gertz Manero, no es creíble que esto pase desapercibido para las autoridades locales.
Hablar de desaparecidos es enfrentarnos a una realidad dolorosa: personas con historias y nombres se reducen a números. Cada cifra representa una vida interrumpida, una familia rota, un vacío imposible de llenar. Mientras los casos aumentan, nos preguntamos cómo normalizamos lo inaceptable, cómo convivimos con el horror de saber que detrás de cada dato hay una tragedia.
Los campos de exterminio no son solo obra de cárteles; reflejan un sistema donde la pobreza, la marginación y la falta de oportunidades convierten a jóvenes en presas fáciles. En Jalisco, sobrevivientes relatan reclutamientos forzados bajo falsas promesas, seguidos de torturas y ejecuciones. En Tamaulipas, la frontera atrae al crimen organizado, que opera con libertad que solo la indiferencia institucional explica. Mientras, los gobiernos se debaten entre discursos de paz y negaciones, como la del gobierno de Tamaulipas, que insiste en que no hay crematorios clandestinos en Reynosa.
¿Qué nos dice esto de nuestra sociedad? ¿Hemos acaso normalizado lo inaceptable?
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