Por Desiré Navarro
“Algunos silencios se clavan como dagas en el alma, y su herida arde eternamente en la memoria.”
Hoy, en honor a mi admirado amigo, el compositor Bruno Danzza, titulé esta columna con el nombre de una de sus piezas más poderosas. Porque hablar de abuso sexual infantil es como intentar descifrar una melodía rota, una que duele en cada nota, una que se niega a ser silenciada. Llevo meses sumergida en historias que desgarran: casos de niñas, niños y adolescentes cuyas infancias fueron robadas. Pero hay algo aún más devastador, algo que quiebra el corazón: en más del 60% de los casos, el agresor es un familiar. El tío, el primo, el hermano, el padrastro, el abuelo. Alguien que debería ser refugio, pero se convierte en verdugo.
En México, las cifras son un grito ahogado. Según la Secretaría de Salud, en 2024 se atendieron 8,775 casos de menores víctimas de violencia sexual. Pero este número es apenas un susurro de la verdad, porque la realidad es infinitamente más oscura. Entre esos casos, 610 eran bebés y niños de cero a cinco años. Sí, bebés. Infantes. Seres indefensos que aún no saben nombrar el mundo, pero ya conocen el dolor. Y si retrocedemos al 2019, la OCDE nos coloca en una cima infame: México, el primer lugar mundial en abuso sexual infantil, con 5.4 millones de casos al año. Cifras que no son solo números, sino almas marcadas, futuros robados, infancias destrozadas.
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