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Por Diana Murrieta

En México, hablar de desapariciones forzadas es hablar de una herida abierta que atraviesa a miles de familias, y que en su mayoría tiene rostro de mujer. Son madres, hermanas, hijas y esposas quienes toman la tarea de encontrar a sus seres queridos, enfrentándose no solo a la indiferencia de las autoridades, sino también a la violencia de quienes prefieren el silencio. Las conocemos como “mujeres o madres buscadoras”. Y aunque el nombre parece sencillo, la fuerza de quienes transforman el dolor en movimiento es incansable y mucho más complejo.

Hoy, las cifras nos señalan que hay más de 110,000 personas registradas como desaparecidas y un subregistro que, según organizaciones civiles, podría elevar el número hasta 130,000. Esto significa que cada día desaparecen alrededor de 90 personas en nuestro país. Detrás de cada número hay una vida y una familia que se convierte en la principal responsable de buscar la verdad.

Lo que enfrentan es doblemente cruel. No basta con cargar el duelo y la incertidumbre, también deben soportar la criminalización. De acuerdo con Amnistía Internacional, más del 55 % de las buscadoras ha sufrido amenazas, hostigamiento o violencia, muchas veces provenientes de las mismas autoridades que tendrían que protegerlas. No es raro escuchar que las culpan de “andar en malos pasos” o que, en lugar de investigar, les cierren las puertas con el argumento de que “seguro se fue por voluntad propia”. El mensaje es claro: además de desaparecer a las víctimas, se intenta desaparecer e invisibilizar la lucha de quienes las buscan.

Pensemos en lo que implica. Mientras el presupuesto para la Comisión Nacional de Búsqueda se reduce año con año, mientras las fiscalías estatales siguen sin protocolos claros, ellas se organizan para comprar picos, palas, gasolina, y recorrer kilómetros de terreno en condiciones complejas. Donde debería haber un perito, hay una madre con guantes improvisados. Donde debería haber un registro confiable, hay libretas comunitarias con nombres escritos a mano.

La pregunta que nos toca hacernos como sociedad es incómoda: ¿cómo hemos normalizado tanto la violencia que ya no sorprende ver a mujeres hincadas en la tierra, removiendo escombros para hallar restos humanos? ¿Por qué el Estado ha delegado su responsabilidad en ellas?

Aquí es donde aparece el vínculo con el feminismo. La lucha de las buscadoras nos recuerda que la violencia de género no es solo la que ocurre en el ámbito privado o en la pareja. Es también la violencia estructural que recae sobre las mujeres cuando el Estado falla. Son ellas quienes reciben el impacto más profundo de la impunidad: primero al perder a sus hijos o esposos, y después al convertirse en el único rostro de la resistencia.

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