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Por Diana Murrieta*

El pasado 15 de septiembre no fue uno más en la historia de México. Por primera vez en más de dos siglos, una mujer encabezó el Grito de Independencia desde el balcón de Palacio Nacional. Claudia Sheinbaum no solo asumió el papel de primera presidenta, sino que también decidió rescatar del silencio a las mujeres de la Independencia. Nombró a Josefa Ortiz, a Leona Vicario, a Gertrudis Bocanegra, a Manuela Medina y a otras heroínas que rara vez ocupan un lugar en la memoria histórica.

Esto acaparó las redes y los medios de comunicación y fue celebrado como un acto de justicia histórica. Y lo es, al menos en la superficie. Que en una ceremonia transmitida en cadena nacional se reconozca a mujeres que lucharon, conspiraron y pelearon es un grito simbólico en la narrativa patriarcal de la historia patria. Durante demasiado tiempo, esas figuras fueron reducidas a notas al pie, opacadas por sus esposos, curas o militares. Esta vez, sus nombres ocuparon el centro del día cívico más importante del país.

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Mujeres al frente del debate, abriendo caminos hacia un diálogo más inclusivo y equitativo. Aquí, la diversidad de pensamiento y la representación equitativa en los distintos sectores, no son meros ideales; son el corazón de nuestra comunidad.