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Por Diana Murrieta*

¿Cómo distinguir lo anormal cuando convive con lo cotidiano? No hay un solo camino ni proceso único para comprender o sanar. Cada persona que ha vivido violencia lo hace a su ritmo, con sus propias herramientas.

Desde mi experiencia acompañando a víctimas, he visto que identificar la violencia puede ser tan difícil como reconocer al agresor. Aceptar que alguien cercano –o incluso un desconocido– abusó de la confianza, del poder o de una situación para vulnerar, es un golpe profundo. Lo paradójico es que mientras muchas víctimas aún dudan en nombrar lo que vivieron, los agresores suelen tener plena conciencia de sus actos, aunque no se nombren a sí mismos como tales.

En este contexto, surgieron movimientos como #MeToo, que abrieron espacio para un tipo de denuncia pública que, para muchas personas, fue la única vía posible. A pesar de su potencia, este tipo de denuncia ha sido cuestionado por no transitar por los cauces legales tradicionales, lo cual revela una idea profundamente arraigada: que solo lo legal es legítimo.

Pero ¿qué pasa cuando lo legal no está al alcance? En México, el 98.6 % de los casos de violencia sexual no se denuncian legalmente (ENVIPE 2020). ¿Entonces, según esta lógica, el 98.6 % de esos casos no existen? ¿Por qué seguimos colocando el foco en la víctima: cómo iba vestida, con quién estaba, por qué ahora?

Sin embargo, es cierto: las denuncias también tienen efectos. Hay casos, aunque pocos, en los que una acusación puede llevar a una persona inocente a enfrentar procesos legales, incluso a la privación de la libertad. El sistema de justicia tiene muchas fallas: no solo en garantizar justicia a las víctimas, sino también en proteger los derechos de los acusados. Esas historias también existen, y en la siguiente columna hablaré de un caso específico que revela lo profundamente injusto que puede ser este sistema para todas las partes involucradas.

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