Por Diana Murrieta*
Hablar públicamente de historias de dolor, especialmente cuando son vivencias de mujeres que han atravesado violencia, no debe ser un ejercicio de consumo mediático, sino un acto profundamente ético y político. Compartir estas experiencias nos exige, como sociedad, sensibilidad, respeto y un compromiso con la dignidad de quienes han sobrevivido a situaciones traumáticas. El micrófono debe estar en manos de quienes viven y enfrentan estas realidades, no de quienes solo creen tener una opinión. Porque no se trata de hablar por hablar, sino de construir narrativas responsables que no reproduzcan las violencias que decimos querer erradicar.
Desde el feminismo, entendemos que cada testimonio es más que una “noticia” o “acusación”: es una forma de resistencia, un grito que rompe el silencio impuesto por sistemas que históricamente han minimizado, ignorado o justificado la violencia contra las mujeres.
Sin embargo, en el ámbito público, la revictimización sigue siendo una práctica común. Al relatar historias de violencia con morbo, sin consentimiento, dando voz a la opinión popular o a personas ajenas al caso, los medios no solo fallan éticamente: reproducen las mismas dinámicas de poder que intentan denunciar. Volver a exponer a una mujer a la mirada pública sin respetar sus tiempos, su privacidad o su consentimiento no es informar: es violentar otra vez.
El periodismo ético no puede ser neutral frente a la injusticia. La imparcialidad no debe confundirse con indiferencia. Informar sobre hechos traumáticos implica responsabilidad: elegir palabras que no hieran, evitar juicios encubiertos y, sobre todo, comprender que detrás de cada dato hay una vida que merece ser tratada con humanidad y empatía. Los medios deben ser aliados en la lucha contra la violencia, no cómplices del sistema que la perpetúa.
El uso del lenguaje también importa. Narrativas que “explican” la violencia a partir de la conducta, el supuesto prestigio del agresor o la vida privada de las víctimas refuerzan estigmas profundamente machistas. Cada vez que se cuestiona a una mujer por denunciar, cada vez que se relativiza la gravedad de un acto violento, se está enviando un mensaje claro: que su palabra no importa, que su dolor puede ser puesto en duda, y que el agresor puede justificarse.
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