Por Edmée Pardo
Este texto no se trata de un arte adivinatorio ni oracular, sino de una reflexión sobre el tema, la actividad, el deseo y la labor que me ocupa: la lectura. Hablar del futuro de la lectura suele tener dos polos opuestos: el apocalíptico, que anuncia la muerte del libro cada vez que aparece una nueva pantalla, y el ingenuamente optimista —el mío—, que celebra cualquier innovación tecnológica como salvación cultural. Leer el futuro implica algo más complejo: observar cómo leen hoy los adultos mexicanos, desde dónde lo hacen, con qué obstáculos y qué deseos arrastran cuando se acercan a un texto, ya sea impreso, digital o narrado al oído.
Durante años, la conversación pública sobre la lectura en México ha estado centrada en la infancia y la juventud. Se mide qué leen los niños, cuántos libros hay en las escuelas, cómo formar lectores desde temprano. Pero los adultos lectores —o los adultos que quisieran leer y no logran hacerlo— han quedado en un ángulo muerto, a pesar del creciente número de book clubs, pues el adulto lector mexicano ya no responde a un solo perfil. Convive quien sigue leyendo en papel como un acto casi ritual con quien consume textos fragmentados en el celular; quien lee antes de dormir con quien escucha libros mientras maneja, cocina o camina. El tiempo, más que el interés, se ha convertido en el principal filtro. No es que no quieran leer; es que no encuentran dónde acomodar la lectura dentro de vidas atravesadas por el trabajo, los cuidados, el cansancio y la sobreestimulación.
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