Por Edmée Pardo
Dice la Biblia, en el antiguo testamento, que en el siglo V antes de Cristo, Nehemías pide cartas al rey persa Atrajeres I, para poder viajar a Judea. Las cartas estaban dirigidas a los gobernadores del otro lado del río Éufrates para que lo dejaran pasar, y para que Asaf, el guardabosques del rey, le diera madera. Su objetivo era ir de Susa, la entonces capital del imperio persa, hasta Jerusalén para reconstruir los muros y las puertas (para eso la madera) de la ciudad. Quizá es este el primer documento para viajeros del que se tiene noticia en la historia. En la Europa feudal, también se emitían cartas para que las personas pudieran andar entre feudos, y en Inglaterra en el siglo XV se proporcionaban cartas a los viajeros. El término pasaporte, se acuñó en Francia en el siglo XVI como un documento para pasar de un puerto a otro.
¿De dónde viene la idea de que la gente necesita un permiso, un documento, para moverse de un lugar a otro, de un muelle a otro? Desde que supuestamente la tierra tiene dueño, ya sea una persona común, un rey o un Estado Nación, y que quienes nacemos en esa tierra le pertenecemos. Con la consolidación de los Estados Nación a partir del siglo XVIII el uso del pasaporte se extendió y se intensificó cuando las guerras y la descolonización en el siglo pasado. El pasaporte otorga un extraño sentido de legalidad para el viajante pues señala origen y autorización para moverse. Las migraciones masivas en el siglo pasado por clima, necesidad económica o situación política han hecho que la movilización de las personas (generalmente sin papeles) representen retos enormes para las tierras que los reciben y los expulsan.
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