Por Edmée Pardo
En el libro de Bill Bryson, El cuerpo, llamó mi atención la historia del médico y anatomista italiano del siglo XVI Gabriele Falloppio. Aunque no hay manera de confirmarlo, se rumora que hacía vivisecciones en criminales sentenciados a muerte para abrir el cuerpo en vida y observar su funcionamiento… ¡sin anestesia! Yo me acordé de mis trompas, las de Falloppio, y me pregunté cómo es que parte de mi anatomía lleva el apellido de un hombre tan audaz, por decir lo menos. Alcé las cejas cuando confirmé que todo el cuerpo femenino lleva apellido de varones, otro mecanismo de colonización patriarcal que históricamente invisibiliza el conocimiento colectivo de las mujeres de su propio cuerpo hasta los “descubrimientos científicos”. Un fenómeno similar a las colonias donde los conquistadores borraron de un histórico plumazo las culturas previas a que ellos pusieran pie en esa tierra.
Por ejemplo, las glándulas ubicadas en ambos lados de la abertura vaginal que secretan fluido lubricante, y que las mujeres conocemos desde que nos mojamos por deseo, parece que necesitaban del anatomista danés del siglo XVII, para ser nombradas y conocidas como las Glándulas de Bartholin, porque el nombre que le daban las abuelas y las personas que las portan quedó en el olvido. El tan polémico y mítico himen, estructura que cubre o rodea la abertura vaginal al momento de nacer, que sirve para proteger de infecciones los primeros años de vida, y que se adelgaza y desgarra con el desarrollo, conocidísima desde la antigüedad y que supuestamente se rompe con la primera penetración, es bautizada como el Himen de Carcassonne. El himen del que más se ha hablado en la historia es del de María, la virgen, y que con llamarse himen tendría suficiente, pero si necesitara un apellido se podría llamar Himen de María.
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