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Por Edmée Pardo

Conozco a muchas personas relacionadas con el mundo de los libros: escritores, editores, lectores, promotores y mediadores de la lectura, bibliotecarios, traductores, ilustradores, diseñadores, correctores, libreros, pero hace unos días conocí, por primera vez, a un bibliógrafo. Un bibliógrafo no se dedica únicamente a leer los libros por su contenido, conoce de libros antiguos y arma bibliotecas, sino que los estudia como objetos históricos y culturales, trazando su genealogía y asegurando que el conocimiento sobre ellos se conserve. 

México ha tenido grandes bibliógrafos que han permitido rastrear la historia del libro y la imprenta en el país. José Mariano Beristáin de Souza abrió camino con su Biblioteca Hispano-Americana Septentrional, que documenta autores y obras de la Nueva España; más tarde, el chileno José Toribio Medina aportó la Historia de la imprenta en México (1539–1821). En el siglo XX, Agustín Millares Carlo, paleógrafo y bibliógrafo exiliado en México, y Ernesto de la Torre Villar, director de la Biblioteca Nacional, consolidaron el estudio del patrimonio bibliográfico. A ellos se suman nombres como Rafael Heliodoro Valle, con su Bibliografía mexicana del siglo XIX, y José Toribio Esquivel Obregón, impulsor de catálogos históricos. Ahora, Javier Michel, es parte de esa tradición y la enriquece. Un oficio que no se aprende en una escuela, sino en las librerías, buscando y en la sorpresa frente a la aparición de miles de libros de los que no se tenía conocimiento. 

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