Por Edmée Pardo
Cuando era niña había cinco fuentes oficiales de conocimiento: el libro de texto, la enciclopedia, el diccionario, el almanaque anual y las monografías.
La papelería de mi casa estaba a la vuelta, como todas las papelerías de la infancia; una vuelta más o menos larga, que no llevaba a una esquina sino a la accesoria de una casa a media calle. Ahí encontraba a compañeras de escuela vestidas con el uniforme y a otras con ropa de calle que apenas reconocía. La tienda, amueblada con anaqueles llenos de cajoncitos, era el sitio de mi perdición. Me entretenía largos minutos en la observación y anhelo de lápices de distintos tamaños, colores, marcas y precios; sacapuntas; una hilera fascinante de gomas de diversos materiales y usos: de migajón, para lápiz, para tinta, para máquina de escribir, para dibujo, con aroma, transparentes, de tamaños y formas varias. Pero yo iba a la papelería con el dinero exacto para comprar una monografía como parte de las obligaciones escolares.