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Por María Emilia Molina de la Puente*
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El lenguaje invisibiliza o hace visible. No es un asunto menor ni una obsesión “moderna” de unos cuantos; es la manera en que nombramos al mundo y, con ello, a las personas que lo habitan. No es un simple detalle gramatical: es el espejo de una cultura.

Durante siglos hemos usado un idioma androcéntrico que, bajo la bandera del masculino “genérico”, colocó a las mujeres en la sombra. El problema no es sólo gramatical, es político y cultural: ¿quién queda dentro cuando se dice “todos” y quién queda fuera cuando conviene?

Un ejemplo cotidiano lo ilustra. En un salón de clases con niños y niñas, la maestra pide: “todos los niños fórmense en una fila”. Laura, una alumna, no se levanta. Al preguntarle la razón, responde: “dijo niños y yo soy niña”. La maestra corrige: “cuando digo niños, me refiero a todos, a niñas y niños”. Más tarde, la misma maestra anuncia: “pasen al frente los niños que quieran participar en el equipo de futbol”. Laura se levanta, pero ahora recibe un reproche: “dije niños, tú eres niña, siéntate”.

La contradicción es evidente: el masculino “inclusivo” se usa de manera selectiva, incluyendo a las niñas cuando no incomoda, y excluyéndolas cuando se trata de espacios que se consideran “masculinos”. Lo mismo ocurre en la vida pública: hay “médicos y enfermeras”, pero cuando se habla en abstracto solo aparecen “los médicos” y se esfuman “las médicas”. El resultado: la identidad femenina se vuelve prescindible, opcional, secundaria.

Las mujeres nos hemos acostumbrado a que sea quien habla o quien detenta el poder —el maestro o la maestra, la persona legisladora, la persona juzgadora— quien decide si entramos o no en la frase, en la ley o en la sentencia. Esa discrecionalidad se replica en la vida pública: “los jueces”, “los ciudadanos”, “los médicos”, siempre bajo la promesa de que ahí cabemos… Pero sin la certeza de que realmente se nos reconozca.

Nombrar es existir. Y cuando las mujeres no somos nombradas, se nos priva de visibilidad y de reconocimiento. El lenguaje, lejos de ser un simple vehículo neutral, reproduce jerarquías, perpetúa exclusiones y normaliza desigualdades.

Por eso el lenguaje inclusivo no es un capricho ni un juego de modas: es una herramienta de justicia simbólica. No es lo mismo decir “los jueces” que “las juezas y los jueces”; no es lo mismo hablar de “los ciudadanos” que de “las ciudadanas y los ciudadanos”. Nombrar a las mujeres no resta nada, pero omitirnos sí lo hace todo: nos vuelve opcionales, prescindibles, invisibles.

El esfuerzo de hablar con inclusión no es solo un acto lingüístico: es un compromiso ético. Quienes critican este uso suelen alegar que “dificulta la comunicación”, cuando en realidad lo que incomoda es el recordatorio de que el mundo no está compuesto sólo por varones. Es, en el fondo, una resistencia a compartir el espacio del reconocimiento.

El lenguaje es evolutivo. Si en su momento aceptamos sin mayor resistencia palabras que hoy nos parecen naturales —como “teléfono”, “internet” o “correo electrónico”—, ¿por qué no habríamos de aceptar un ajuste que dignifique a la mitad de la población?

Seguir usando el masculino como “universal” implica sostener un pacto de invisibilidad. Adoptar el lenguaje inclusivo, en cambio, es un acto mínimo de igualdad, pero con un efecto profundo: abrir espacio a quienes históricamente han sido relegadas al margen de la palabra y, con ello, al margen del poder.

Ahora bien, no basta con el gesto de la palabra. De nada sirve decir “juezas y jueces”, “ciudadanas y ciudadanos” si, al dictar sentencias, se desconoce el impacto diferenciado que esas resoluciones tienen entre hombres y mujeres. Tampoco basta nombrar a “mujeres y hombres en la vida pública” si después se cuestiona la legitimidad de quienes, con méritos propios, han llegado a ciertos espacios. El lenguaje inclusivo debe ser la puerta de entrada a un cambio real, no una coartada para seguir administrando desigualdades.

Nombrar es existir. Y existir en la palabra es el primer paso para existir en la ley, en la justicia, en la historia. El lenguaje inclusivo no es la meta final, pero sí la herramienta mínima para empezar a desmontar un sistema que por demasiado tiempo nos dejó al margen.

Nombrar transforma. Nombrar nos transforma. Y, sobre todo, nombrar nos hace existir.

*María Emilia Molina de la Puente es Magistrada de Circuito

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@EMILIAMDLAP

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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